Despertarse un jueves santo y ver a la ministra de Defensa pasando revista a una tropa de legionarios en el puerto de Málaga no tiene precio. Una se rejuvenece sin siquiera destapar el frasco del ácido hialurónico. Y gratis, oye. Después de esa aparición fantasmagórica en la televisión pública ya puede una zamparse tranquilamente un colacao con torrijas, como si nada hubiera cambiado en los últimos cincuenta años. Si no fuera por el color de la pantalla y el sexo de la mandamás de las fuerzas armadas, pareciera que el mundo se hubiera detenido o lo que es peor, hubiera echado marcha atrás. Hasta un mundo bajo palio donde se refugian redentores de patrias, comulgantes de fiestas de precepto, moradores de santos oficios, autoridades engalanadas con traje de domingo y banderas a media asta en edificios oficiales.
La gente de orden ha vuelto a tomar las calles como si todos los días fueran viernes santo. Cospedal, vestida para la ocasión, lucía un impecable traje de chaqueta de medio luto y unos tacones de aguja que no están pensados para desfilar en línea recta sobre el piso irregular de la dársena del puerto. Pero ella mantenía bien el equilibrio, como si hubiera estado ensayando toda la vida para asistir a las exequias del Cristo de la Buena Muerte desde una posición de madre dolorosa. A su derecha, filas de mozos bien plantados, con sus “chapiri”de medio lado, pantalones marcando paquete y brazos profusamente tatuados. Un sueño para cualquier dominatrix de la vieja escuela.
Ellos, con la barbilla en alto y la mirada ausente, metiendo barriga y sacando pecho ante los vítores del público que se amontona tras las vallas de seguridad. Todo muy marcial hasta que levantan una patita doblando la rodilla al frente, luego la otra, y se incorporan a su lugar en la fila trotando alegremente como caballitos de feria entre los aplausos del respetable. Antes de iniciar un desfile al trote cochinero, los legionarios realizan una coreografía con sus cetmes al hombro. Ahora arriba, luego abajo, un revoloteo de fusiles basculando entre ambos brazos hasta descansar sobre el suelo con una pose de modelo de pasarela venida a menos. Tal cual. Si yo fuera la Cospe, cosa que dudo porque nunca conseguiré emular su garbo para presidir desfiles y procesiones, enviaba a estos artistas del cancaneo a desfilar por la avenida Pensilvania de Washington el próximo 4 de julio. Para que aprenda su amigo Donald Trump cómo se hace una parada militar y un carnaval de majorettes por el mismo precio.
Las fuerzas vivas, que una creía medio moribundas, andan muy ajetreadas estos días desempolvando liturgias y buenas costumbres de toda la vida. Hasta cuatro ministros han desembarcado en la Semana Santa malagueña para acompañar a cristos agonizantes, madres desoladas, militares con uniforme de paseo, arzobispos emperifollados, sacristanes, hermanos de fila, capataces, hombres de trono y legionarios danzarines cual divas del Bolshoi. Una estampa pintoresca, un barroquismo patrio, en el que he echado en falta la cabra para animar el cotarro. Y me fastidia una barbaridad que este espectáculo callejero que combina magistralmente el arte, la música y el teatro se la apropien por derecho quienes esconden sus pecados debajo de una mantilla o detrás de una vara de mando. Dicho esto, vayan mis respetos para las dos Españas, la que celebra la muerte durante la semana santa y la que festeja la resurrección en la semana de pascua. @layoyoba