Capitán Swing publica esta antología de nouvelles del canadiense, autor de ciencia ficción, periodista y activista tecnológico con una visión muy lúcida del presente
VALÈNCIA. Parece un capítulo de Black Mirror es el nuevo, "como en Los Simpson, cuando…": la veterana serie de los de Springfield, condenada a una larguísima agonía y deterioro por aquellos que se empeñan en no dejarla morir mientras puedan seguir exprimiéndola para sacar billetes, ha sido durante mucho tiempo un espejo en el que mirarnos. Si bien en teoría su retrato es el de la sociedad estadounidense, y en concreto el de una familia del montón (del montón de la clase media), la globalizadora influencia de la cultura yanqui ha hecho que, de algún modo, las peripecias de Homer & co. también nos representen a nosotros, o al menos algunos aspectos de la realidad parcialmente importada que vivimos a diario. El gran éxito de Black Mirror, sin embargo, es haber logrado lo mismo, pero con muchísimas menos temporadas y capítulos. La serie del espejo negro (la pantalla del móvil o de una tablet) ha apuntado mucho más fino a una diana mucho más homogénea: la aparición de los smartphones ha supuesto una uniformización acelerada de una humanidad cada vez más dumb. En ese sentido, la distópica Black Mirror lo ha tenido más fácil. Pese a todo, ¿es correcto el uso que hacemos a diario de los conceptos distopía o ciencia ficción? El problema principal es con esto de la distopía, que la hemos roto de tanto usarla. En esencia, una distopía es una forma indeseable de sociedad desde el punto de vista del que se parte al imaginarla. Claro, lo que ocurre es que luego vamos cumpliendo con nuestra agenda cataclísmica, y lo que era distópico se convierte en cotidiano. La hipervigilancia mediante cámaras callejeras que giran a nuestro paso es, por ejemplo, entrañablemente retrodistópico: ahora lo que se lleva es la ultravigilancia por medio de cámaras integradas en cualquier dispositivo de los que portamos voluntariamente o frente a los que trabajamos, aderezada con reconocimiento facial. Eso no es una distopía, es el presente, y con lo rápido que va todo, puede que ya incluso un poco el pasado.
Antes imaginábamos distopías en las que regímenes totalitarios accedían a cualquier aspecto de nuestras vidas. Ahora, en el presente, entregamos gratis todos nuestros datos a corporaciones conocidas y desconocidas firmando contratos con ellas en una fracción de segundo por medio del marcado ansioso de una casilla en unos términos y condiciones de uso que ni siquiera pensamos leer. Y en el horizonte la cosa pinta mucho mejor: en el metaverso directamente regalaremos un escaneado biométrico en tiempo real. Un gesto que indique dolor en el cuello permitirá que nos aparezcan anuncios personalizados y geolocalizados de fisioterapeutas. Un estornudo en primavera, de antihistamínicos. Un sobrepeso incipiente, de gimnasios, dietas, saciantes, productos light, ropa deportiva, libros de gurús del lifestyle y marcas body positive. ¿A qué me recuerda? Sí, a Black Mirror. Pero no es un futuro propio de la ficción. Es, como quien dice, pasado mañana. ¿Y la evaluación del ciudadano por puntos gracias a una vigilancia asistida por móviles, en concreto, mediante apps todo en uno? Eso en China es ya bastante normal. Le llaman crédito social, y de él puede llegar a depender incluso el viajar en tren o en avión. Por eso Radicalizado. Cuatro distopías muy actuales (publicado por Capitán Swing con traducción de Miguel Temprano), el nuevo libro del novelista, periodista y activista tecnológico canadiense Cory Doctorow da miedo, precisamente porque estamos living la distopía. De lo que hablamos ya no es de pronósticos, de especulaciones más o menos acordes a la realidad, más o menos desesperanzadoras o directamente terroríficas, sino de situaciones tan comunes como las incompatibilidades entre tecnologías que nos tratan de forzar a comprar a la misma marca (que al mismo tiempo fabrica productos de sospechosa o delictiva obsolescencia), o de seguros médicos que dejan morir a la gente. Precisamente de esto tratan Pan autorizado y Radicalizado, las dos historias menos ficticias de la antología. La manera en que actúan los personajes de Doctorow nos lleva a leer enfrentándonos a un juicio poliédrico. Por ejemplo:
"Comemuerte había ido con su silla de ruedas a una convención de seguros en un Sheraton, un gran evento de negocios para el que se había contratado seguridad extra porque los asistentes tenían un poco de miedo. Pero Comemuerte había reservado habitación semanas antes, y pagó para que le aparcaran el coche e hizo que el botones le ayudara a subir a la silla y le colgara la mochila en el respaldo. Luego entró, se registró, fue hacia el ascensor y le enseñó la llave a los guardias de seguridad, que estaban parando a todos los que querían entrar en los salones. Nadie quiso cachear a un anciano blanco con una llave de habitación, que llevaba una camisa hawaiana y un sombrero de paja, y cuyas piernas delgadas asomaban por los pantalones cortos. Había planeado llegar diez minutos antes de la reunión plenaria, cuando todos los asistentes estaban a la puerta del salón, tomando café, comiendo magdalenas y charlando. Fue con la silla hasta el centro de la multitud y... La cifra de muertos fue enorme". Las cuatro historias nos obligan a pensar en lo que es legal y lo que es justo, pero tres de ellas nos ponen específicamente de cara a la violencia en un momento en el que los países en los que solemos pensar desde aquí cuando pensamos en el mundo han dado un giro hacia la violencia, y no nos referimos a una guerra abierta como la de Ucrania, sino al ascenso en influencia, visibilidad y poder de las ideas extremistas basadas en el odio que tensionan naciones como EEUU, Italia, Francia, Serbia o España. ¿Se combate la violencia con violencia? ¿Se recupera la sanidad robada que nos mata solo votando cada cuatro años? ¿Hay verdades absolutas en el terreno de lo que es justo? ¿Qué ocurre cuando planteas la cuestión en términos de justicia o supervivencia?