VALÈNCIA. La “relación” del arte y el patrimonio con la justicia da para un interesante libro por la variedad casos que se mueven entre la insensibilidad ignorante de autoridades públicas y particulares y la codicia. Se me ocurrió este tema al ver estos días en los medios a una exdirectora del IVAM cuyos días en la otrora prestigiosa institución-ahora en proceso de recuperación de ese prestigio-, acabaron de la peor forma posible, hasta el punto de tener que desfilar por los pasillos de la Ciudad de la Justicia del brazo de su abogado. No hay ámbito que escape a la acción de la justicia y el arte y el patrimonio público da para un buen puñado de sabrosos asuntos ya sea en el orden penal, administrativo o civil…
Fue el primer gran caso judicial, con la protección del patrimonio histórico como asunto de fondo, que se dilucidaba por estas tierras, y, dada su derivada política, abrió innumerables portadas de los periódicos valencianos durante nada menos que tres décadas, puesto que fue una causa que no parecía acabar nunca. El proceso principal dilucidó si las obras de restauración encargadas a los arquitectos Giorgio Grassi y Manuel Portaceli en el teatro romano de Sagunto fueron acordes a derecho, concretamente a la legislación que protege el patrimonio histórico-artístico español. La peculiaridad del proceso fue que la propia ejecución de la sentencia fue tan compleja o más que el asunto principal.
Lo fue tanto que, de hecho, no se llevó a cabo. En 1993 se dictó sentencia declarando ilegales las obras de rehabilitación, siendo la decisión ratificada por el Supremo en el año 2000. Ya en ejecución del fallo, en 2003 el TSJ obligó a que se removieran las obras que se habían practicado sobre la escena y el graderío, con el fin de devolver el bien a su estado inicial. Como decía, y por increíble que parezca, esto nunca se llevo a cabo por imposibilidad material al correr el riesgo de que se produjeran daños irreversibles en la obra original del edificio, y por el elevado presupuesto que debía destinarse, lo que, de facto, provocó que todo el arduo procedimiento quedara en una mera sentencia declarativa.
Mucho más reciente es este conocido caso que presenta todos los ingredientes para una miniserie de Netflix: un banquero millonario, un yate, Córcega y un Picasso valorado en 26 millones de euros. Una obra, “Cabeza de mujer joven”, fechada en 1906, poco antes de que abordara uno de los cuadros más importantes del siglo XX, Las señoritas de Avignon. Un óleo que el banquero quería vender fuera de nuestras fronteras, puesto que es allende estas donde se paga mucho más por obras de este tipo, pero que había sido declarado inexportable por el estado español. Sabedor de ello, sin embargo, el propietario, Jaime Botín, lejos de cumplir con esta prohibición de que saliera de España, la “escondió” en el yate de su propiedad para poner rumbo a Córcega donde fue detenido. Sus excusas sobre el envío a Suiza para su protección no fueron atendidas por su señoría que entendió que su pretensión era venderlo fuera de España.
La pena por este delito de contrabando de bienes culturales fue, inicialmente, de 18 meses de prisión y una multa de 52,4 millones sin embargo la sentencia fue modificada, endureciéndola, a los pocos días elevándola a 91 millones de euros de multa, prisión y la incautación del cuadro. No me resisto a opinar sobre una sentencia que me parece correcta con el código penal en la mano, pero poco razonable por exorbitante y no por la multa precisamente. Piensen por un instante en una multa de 91 millones de euros por mucho dinero que tenga uno y una pena de prisión nada despreciable. Sin embargo, añadan a ello que no sólo tiene que pagar esa enorme multa sino que encima le quitan la obra, la obra deja de ser suya, con lo que hay que sumar, en este caso, otros 26 millones de “penalidad” puesto que al ser un delito de contrabando lo incautado sigue el mismo destino que si se tratara de un alijo de droga que obviamente ha de destruirse. No creo que en ningún caso pueda tratarse de igual forma una obra de arte y una sustancia ilegal.
No podía faltar el caso de la eterna pelea por la autoría. Un asunto nada baladí el del poder de la firma. En este caso nada menos que 221 lienzos firmados por el conocido pintor valenciano Antonio de Felipe, que vivió sus mejores años en el mercado del arte durante el mandato del Partido Popular valenciano. Recuerdo estar en la casa de una persona muy vinculada a este partido que no tenía colgados en sus paredes una, dos o tres obras, sino al menos veinte lienzos de gran formato del pintor en cuestión en una auténtica mascletá pop allá donde se mirara. No es baladí recordar que en el año 2003 la Generalitat, en una operación sin pies ni cabeza, compró nada menos que siete obras del artista para “enriquecer” los fondos del IVAM. Volviendo a nuestro caso, la Audiencia Provincial de Madrid fue la que condenó De Felipe a que reconociera la coautoría de Fumiko Negishi, quien fuera su asistente durante años. Un asunto judicial interesante pues ponía sobre la mesa el trabajo de los estudios de arte contemporáneo integrados por una legión de “ayudantes o colaboradores” al modo del célebre atelier de Pedro Pablo Rubens. En estos contemporáneos estudios sin embargo el artista no lleva a cabo partes de la obra y el colaborador trabaja sobre otras, sino que el artista es meramente el ideador de la obra y el estudio quien la ejecuta. Si las condiciones contractuales no están claras los litigios están a la vuelta de la esquina.
Finalmente son innumerables los litigios encaminados a dilucidad la propiedad sobre una o varias obras de arte. Los casos más sonados en las últimas décadas tienen origen en el expolio llevado a cabo por los nazis sobre el patrimonio artístico de muchas familias judías adineradas coleccionistas de arte principalmente impresionista. Obras de arte que pusieron en el mercado de las formas más variadas y que fueron adquiridas por terceros en ventas privadas o subastas públicas con buena o mala fe. El último de estos casos ha tenido como protagonista a un museo español. Tras quince años de litigios entre una familia judía, los Cassirer y la Fundación Colección Thyssen-Bornemisza por la propiedad de un excelente cuadro de Camille Pissarro Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia, que pintó en 1897, los tribunales norteamericanos acaban de fallar que España, compradora en su día de la extraordinaria colección es la legítima propietaria de la obra.
Los casos sobre propiedad de las obras tienen cada uno sus particularidades y han de ser analizados de forma individualizada. En el asunto que nos ocupa la familia judía tuvo que vender por un precio despreciable la obra para poder salir de Alemania durante la ocupación nazi. Tras ello ya en la década de los 50 el estado alemán los indemnizó por esta pérdida con una cantidad según el valor de mercado de la obra. El cuadro fue adquirido en Nueva York por el Barón Thyssen en Nueva York por unos 300.000 dólares. Las sentencias de primera instancia confirmada por la de apelación entiende que la familia ya fue compensada económicamente en su momento y que la compra por el actual propietario, el Estado Español, se llevó a cabo con buena fe y desconociendo las vicisitudes de la obra.
Se me ocurren otros litigios que nos han tenido en ascuas en los últimos tiempos como el de la localidad de Sigena contra la Generalitat de Cataluña así que no tengo más remedio que abrir un segundo capítulo.