España tiene una tradición anarquista sólo comparable a la de Italia y Rusia. Yo me he sumado a la acracia de manera serena y pacífica. El Estado que padecemos, ineficiente y cleptómano a partes iguales, es también mi enemigo. Habrá que defenderse.
A la vejez, viruelas, me he hecho anarquista. Esto viene de largo, de cuando me despedí de la juventud y comencé a verle las tripas a la sociedad, algo que mis padres, por prudencia, me habían ocultado con la certeza de que antes o después se me abrirían los ojos. Poco a poco los ojos se me fueron abriendo, a base de golpes y desengaños, hasta que un día, al poco de despertar, me descubrí anarquista con una sensación de extrañeza, como la que tenía Gregorio Samsa al verse convertido en un bicho.
Como muchos de mis lectores son gente de orden, quiero precisar, para no perderlos, que mi anarquismo está muy lejos de ser violento e incendiario. Ni en sueños me he visto arrojando una bomba envuelta en un ramo de flores a un cortejo real, ni disparando desde una moto-sidecar contra el automóvil de un presidente del Gobierno, como le sucedió al malogrado Eduardo Dato. Tampoco me alimento de carne de cura ni voy atracando bancos como Buenaventura Durruti.
Calmaré, por tanto, a mis lectores de ley y orden porque mi acracia es por completo ajena a los catecismos de Bakunin y Kropotkin y a las checas chungas de la CNT. Nada tengo contra Dios ni contra la patria; mis enemigos son otros: mis enemigos son el Estado, la banca y las grandes corporaciones; mis enemigos son el calvo de Amazon y el pelirrojo siniestro de Facebook.
Podría decirse que mi acracia es consecuencia del aprendizaje de la decepción, de las amargas conclusiones nacidas del choque con la realidad, cuando comprendemos que muchas de las verdades que teníamos por ciertas eran falsas, como que papá Estado le resolverá la papeleta a los parias de este país.
Cada vez que llegamos a esta época del año, cuando se despide la primavera y amenaza el verano, mis convicciones libertarias se refuerzan un poco más. Son las semanas en que debo afrontar mis numerosas obligaciones tributarias. Me veo forzado a pasar por caja para pagar el impuesto de circulación, hacer la Renta, abonar la contribución del piso y la plaza de garaje, seguir pagando un IVA confiscatorio…
Hace unas semanas leí que el Estado se queda el 40% de los ingresos de un trabajador medio. Esto quiere decir que trabajamos gratis, entre cuatro y cinco meses, para el Leviatán autonómico que defienden PSOE y PP, los dos partidos dinásticos del Régimen, grandes beneficiarios del tinglado orquestado desde 1978.
Este Estado cleptómano, además de esquilmarnos, aspira a regular, intervenir, controlar y vigilar todos los ámbitos de nuestras vidas, desde el habla hasta cómo nos lo hacemos en la cama. Y a cambio, ¿qué te ofrece? Unos servicios públicos de dudosa calidad, y la terrible certeza de que el sistema de pensiones que has contribuido a sostener desde hace treinta años saltará por los aires en un lustro o poco más, y no habrá a quien pedirle responsabilidades porque la culpa será de las estrellas.
¿No creéis, entonces, que tengo argumentos para ser anarquista? Un anarquista, tal vez, conservador, espiritual y cristiano al estilo del conde Tolstói, pero anarquista al fin y al cabo, que defiende al individuo frente a cualquier poder, y al que le gusta propinarle pataditas al Estado en sus tobillos.
Os daré otra poderosa razón si aún no estáis convencidos: el Estado que nos obliga a tributar hasta el último céntimo, el que espía cada movimiento del cajero automático, es el mismo que renuncia a aplicar la ley y a exigir que se cumplan las sentencias en lugares como Cataluña, donde sus gobernantes autonómicos —una pandilla de facinerosos— se declaran insumisos y no pagan por sus fechorías.
¿Qué autoridad pueden tener la señora Montero y el señor Escrivá para obligarme a cumplir con mis deberes de ciudadano, cuando su Gobierno es el primero en ignorar la Constitución y las leyes derivadas de ella? En España rige la ley del más fuerte, el Gobierno trabaja para las élites que lo sostienen, el pueblo ha interiorizado el “sálvese quien pueda” para sobrevivir, y ello nos obliga a actuar en legítima defensa.
Hace unos días logré que un carpintero (¡sí, habéis leído bien, un carpintero!) aceptase venir a casa después de hacerle todo tipo de proposiciones. Quería que limase unas puertas y pusiese baldas en unos armarios. Cuando fui a pagarle me preguntó:
—¿Con IVA o sin IVA?
Algo extrañado por lo que había oído, le eché una mirada compasiva que no admitía dudas sobre mi respuesta. Le pagué, le estreché la mano, le deseé un buen día y, cuando el carpintero bajaba por las escaleras, me sentí orgulloso de militar en las filas de una acracia pacífica, espiritual y deliciosamente melancólica.
Sumario:
“El Estado que nos obliga a tributar hasta el último céntimo, es el mismo que renuncia a aplicar la ley en Cataluña”