Conchita no llegó a crecer nunca. Creo que por eso nadie la llamaba nunca Concha, por más años que pasaran. Para mí fue siempre la madre de Vero. Una señora a la que había de mirar despacio porque no te la acababas con un simple vistazo. Imposible pasar frente a ella sin detenerse a observar a esa mujer de edad imprecisa, siempre maquillada para salir a escena como una Edith Piaf cantando a dúo con la Lupe que su vida es puro teatro. Su pequeñez de canto rodado la hizo indestructible a las adversidades de los malos tiempos, que los hubo. Pero también la hizo libre cuando la libertad era una osadía imperdonable.
Su vida era como un diario adolescente lleno de secretos antiguos que ibas vislumbrando en cada página pero sin estar nunca segura de haber descubierto lo que escondían sus ojos. Creo que se sentía inmortal porque se pinchaba un combinado de teatro y poesía en vena. Una pócima de savia nueva que extraía de sus alumnos del Liceo Francés a quienes enseñaba a hablar el castellano de Miguel Hernández, de Federico García Lorca y de Antonio Machado. Pero más que maestra, a Conchita Molina le gustaba llamarse teatrera. Así, sin las grandes ínfulas que se arrogan las divas del arte de Thalía.
Porque el teatro era su religión, su pasión, el único sacerdocio que ejerció toda la vida, incluso más allá de la jubilación. Un teatro de carretera y manta, de barraca, de corral de comedias, de pueblo llano, de salón de actos escolar, de niños sobre el escenario. Teatro con el que consolar a los heridos y tocarle los huevos al mismísimo diablo si hace falta. Teatro de abajo arriba para formar personas libres desde las aulas.
El teatro fue el plato principal de su menú vital, pero su dieta también fue rica en feminismo. Un feminismo militante de los que tomaban la calle para demandar derechos que hoy nos vienen de serie. La píldora anticonceptiva, el divorcio o la exigencia de que nadie, excepto nosotras mismas, mande en nuestros ovarios. Conchita comunista, guionista, maestra, directora teatral, sindicalista, feminista y “mater amatísima”. Una madre de las que solo existen en las novelas o en las películas. Una madre intergeneracional. Una zelig atemporal, camaleónica, que se convierte en adolescente cervecera de fin de semana, en hechicera de conjuros ancestrales o en confidente de confesionario laico detrás de una barra de bar.
Sus amigos la han despedido esta semana en un acto como a ella le habría gustado. Con mucho amor, con poemas, con “La Boheme” de Charles Aznavour y el “Te recuerdo Amanda” de Víctor Jara. Realmente no ha sido una despedida, sino un “hasta luego” infinito. La muerte no cabía en el mundo de Conchita Molina porque ella era energía en estado puro. Solo la ha transformado. Sigue revoloteando entre sus libros, sus obras de teatro, sus máscaras, sus amuletos.
Había comenzado a escribir su autobiografía pero no le ha dado tiempo a terminarla así que deja trabajo pendiente para los que la conocían sin maquillaje. También deja sin estrenar su última obra teatral “Pedrolo quiere volar”, que se convertirá en un homenaje postrero cuando se estrene, como siempre en mayo, en su amado Liceo. La ha dejado escrita en su cuaderno de colegiala aventajada. Esperaba que su hija lo pasara al ordenador estas vacaciones. Se lo había pedido como regalo de Navidad.
Me cuentan que poco antes de partir, una madrugada de diciembre, soñó con la nieve cayendo suavemente sobre la montaña. Al día siguiente, Aitana amaneció con una fina manta nevada sobre su cima. Lo que Conchita Molina imaginaba se convertía en realidad.