Hablaba Mariano José de Larra de la pereza de los españoles en su celebérrimo artículo “Vuelva usted mañana”, de lectura más que recomendable hoy en día y en el que decía, por extraer algún ejemplo, que “en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse”. Y es que lo de las citas previas últimamente está siendo una versión contemporánea de aquel artículo, que sigue plenamente vigente.
Hace unos días, en una sucursal del centro de Alicante, del banco que antaño fuera nuestra querida Caja provincial –no dirán que no sé utilizar las elipsis– me dieron con la puerta en las narices, so pretexto de la dichosa cita previa. De nada me sirvieron los requiebros a la indolente empleada que, parapetada tras el intercomunicador, me impidió la entrada, insistiendo en que yo no tenía cita previa. La oficina estaba vacía, yo llevaba la mascarilla reglamentaria y estada dispuesta a lo que fuera con tal de poder entrar, pero ni por esas cedió. De poco me sirvió mi alegación de que necesitaba cumplir con el fisco y pagar el IVA trimestral, que vencía ese día, para poder adentrarme en la fantasmagórica oficina. Que, por cierto, cada vez quedan menos sucursales bancarias y encima no sabemos a qué se dedican, porque a atender a los clientes parece que no. Y ojo que no lo digo por decir, que no es el único banco con esta política. La excusa es sin duda el COVID, al que me niego a llamar en femenino por más que lo manden los de siempre, pues según deduzco algunos creen que si vas con cita previa resultas menos contagioso.
Asumo que en algunas oficinas públicas, como las comisarías de la policía nacional, lo de la cita previa tenga más sentido por motivos de seguridad, por más que en una de ellas ya el año pasado a mis hijos y a mí no nos dejaran pasar a hacer la renovación de sus carnets, pese a tener a todos los trabajadores batiendo récords en el “Candy Crush”. Tendríamos pinta de sospechosos, tal vez.
Lo que está siendo marciano es lo de las vistas judiciales. En plena pandemia tuve que asistir a un pobre diablo anciano en los Juzgados y me mandaron a hacerlo por videoconferencia a una salita en el segundo piso, a la que llegué asfixiada en la hipoxia por la subida con la dichosa mascarilla. Pedí bajar a la sala y el magistrado se sorprendió, pero accedió. No les cuento con detalle lo que pasó porque me lo reservo para otra novela, pero puedo decirles que el sistema de protección que habían ingeniado, a base de lámina de plástico duro a modo de portería entre el juez y el investigado era para mondarse de la risa. Mi cliente, entre lo duro de oído por la edad, la mascarilla suya, la del juez y la mía al final no se enteró de nada el pobre hombre. Traté de explicarle todo a la salida, pero ni por ésas. Fue una situación tan surrealista como la vivida en un juicio el otro día, en que nos habían citado a la vista por videoconferencia y, pese a ello, la jueza llevaba mascarilla y se le entendía nada más que regular. Palabra que yo no me la puse, pues hasta ahí podíamos llegar. Que para mí que hay un poco de confusión con esto de las formas de contagio del famoso virus, después de todo.
Ya ven que hoy estoy de buen humor, por ello me he omitido como leñadora de ese flamante Podemos en las elecciones gallegas. A fin de cuentas, poca leña iba a hacer ya. Atención a navegantes, que en estos momentos de franca inestabilidad cualquier cosa es posible.