ALICANTE. Leer es un placer como otro cualquiera. A veces la lectura misma es la fuente del placer. Otras lo es la transmisión de conocimiento, o la experiencia de empatía absoluta que lo narrado provoca. Esta última es la situación de quien lee “narrativa por placer”, uno de los tópicos de la modernidad, que no de la postmodernidad. Es por eso que los y las lectores que buscan en una novela o un conjunto de relatos no solo la estrategia de la identificación, el misterio de un desenlace o la curiosidad por las vidas ajenas, sino también un nivel de prosa excelente o, al menos, propio e identificable. La lectura moderna es leer sobre seguro, leer en la comodidad del gusto, aunque nuestro gusto esté construido sobre la máxima horaciana del deleite. Ya lo dice Paco Vidarte, interpelando a Heidegger: “Sólo estamos capacitados para leer lo que nos gusta. Pero si algo nos gusta es porque ello nos desea de antemano”.
Como cada vez que se acerca uno de esos espacios perdidos en que la actividad se ralentiza y quien tiene vacaciones dispone de más tiempo para sumergirse en las tintas (líquida o electrónica), mientras que aquellos que no lo están se dejan contaminar de un cierta lentitud de los días, aquí va una propuesta de títulos, esta vez dirigida a qiuen busca proyectarse en las vidas ajenas a través de la prosa.
El primero es uno de esos autores que sin dejar de ser fieles a sí mismos, han traspasado las fronteras de lo literario, para convertirse en un personaje popular, en su caso como representante por excelencia de uno de los géneros más atractivos, la novela de espías. John le Carré, más que seudónimo o nombre de pluma, marca registrada y personaje de David John Moore Cornwell (Poole, Dorset,1931).
Después de pasearse por los territorios del tráfico de armas y drogas, en el obsceno mundo posterior a la caída del Muro de Berlín, el autor inglés vuelve -nunca mejor dicho, ya que la estrategia narrativa de esta obra se construye sobre la relectura de informes contemporáneos a lo narrado en pretérito- a ese momento anterior a la existencia del propio Muro y a que sus restos se conviertan en souvenirs encapsulados en un punto de lectura bajo la leyenda “die Mauer-the wall-le mur original Berliner Mauerstein”, con El legado de los espías, publicada por Planeta en su colección principal, esa de tapa dura en cartoné bicolor, con camisa de sobria fotografía de enigmática evocación, en traducción de Claudia Conde.
El año 1963 le Carré publicaba El espía que surgió del frío, una de las cumbres canónicas del género, y también del propio estilo del británico, con una prosa nítida, diálogos afilados, pero una estructura laberíntica y oscura, como los propios hechos narrados. En ella se aparece con fuerza esa aparición fantasma que responde al nombre de George Smiley, que desde las sombras más profundas mueve los hilos tras los que se encuentran las extremidades de Alec Leamas y Peter Guillam. 50 años más tarde, los nuevos moradores del ostentoso búnker a orillas del Tamesis, nueva sede del MI5, revuelven entre los excrementos heredados de la época de la Guerra Fría, porque los tiempos han cambiado y la transparencia es el nuevo must, el objetivo a cumplir. Guillam es arrancado de su retiro en la Bretaña francesa y depositado de nuevo en los escenarios de su memoria, en un Londres de redes de casas secretas, en un Berlín bajo la lupa de la Stasi.
Hay quien ha dicho que el nuevo ejercicio de estilo de le Carré se resiente hacia mitad de una novela que no es más larga de lo habitual, apenas 350 páginas que seguro que en su original mecanografiado ocupan poco más que una nouvelle, pero se equivocan cuando dicen que se debe a la utilización recurrente de los textos de viejos informes internos enviados entre Control, la Dirección de Encubiertas, la Dirección Conjunta, la Oficina de Berlín o la Oficina de Praga. Es justo su inclusión, la presencia de estos textos lo que convierte este monumento a la nostalgia en obra imperecedera. Su inverosímil verosimilitud hace que la entrega sea total, y el lector caiga de lleno en la trampa lecarriana. Eso y las autoreferencias, ese profesor de colegio privado en decadencia que habita en una caravana en los terrenos irregulares de las afueras, que entronca con la secuencia inicial de El topo, la primera persona narrativa que se permite introspecciones en la acción con tres simples frases concatenadas: “Alcé la vista y lo llamé. Le pregunté con cierto desdén si se le ofrecía alguna cosa. En realidad, estaba pidiendo que se largara y me dejara a solas con mis pensamientos”. Cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor, pero fué el nuestro.
La segunda de las recomendaciones no tiene absolutamente nada que ver con las novelas de espías, con le Carré, ni con el mundo del Muro, sino justo con las décadas anteriores a todo eso, el tránsito entre la postguerra y el auge del capitalismo salvaje, la creación de las ciudades modernas y los medios de comunicación de masas, el cine sonoro y las revistas de moda. S. J. Perelman fue uno de los responsables de que la revista The New Yorker se convirtiera en la mejor publicación literaria sin perder el anclaje en la actualidad más perentoria. Perelman fue, se podría decir que únicamente, como escritor, un autor de relatos cómicos, una voz original, irreverente e inimitable en la prosa humorística norteamericana.
Como guionista de cine, escribió dos de las películas más celebradas de los Hermanos Marx, Pistoleros de agua dulce (1931) y Plumas de caballo, mientras que en 1956, ganaría el Óscar al mejor guión adaptado por La vuelta al mundo en ochenta días.
La barcelonesa Editorial Contra ha editado Perelmanía. Los mejores relatos de humor de S. J. Perelman, en traducción de David Paraleda y con un prólogo del mismísimo Woody Allen. 42 relatos que son una muestra bastante representativa de una obra muy poco conocida entre los lectores hispanos, poblados de borrachos lúcidos, pintores abstractos, diálogos desternillantes entre personajes históricos, contado todo con una prosa de lo más eficiente y lo menos excelsa posible, no en vano el volumen viene precedido de una cita de lo más descriptiva que hizo Sidney Namlerep, uno de sus antologadores en 1944: “Perelman logró, pese a todo, sacarse de la chistera varios libros, a cuál menos distinguido, todos ellos hitos de la ampulosidad, el engreimiento, la pedantería y la pomposidad más endiosada”.
La pedantería, la pomposidad, el engreimiento y la ampulosidad fueron, sin duda, las dianas sobre las que lanzó sus dardos el cineasta francés Jacques Tati (Jacques Tatischeff, Le Pecq,1907-París,1982), principalmente a través de las aventuras/travesuras de su archipámpano Monsier Hulot, principalmente en los films Las vacaciones del Sr. Hulot (Les vacances de M. Hulot) (1953) y Mi tío (Mon oncle) (1957), con la que ganaría el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1958.
En 1957, un joven Jean-Claude Carrière (Colombières-sur-Orb, Hérault, 1931), con apenas veintiséis años, acepta el reto que le ofrece Tati para convertir en novelas ambas películas. Tatí se había quedado a las puertas del Óscar con Las vacaciones de Monsieur Hulot y la novelización de Mi tío parecía pieza clave para el lanzamiento de la película en Hollywood. Quien más tarde sería uno de los más estrechos colaboradores de Luís Buñuel y Luís García Berlanga, para los que escribiría los guiones de Belle de jour (1967), El discreto encanto de la burguesía (1972), El fantasma de la libertad (1974), Ese oscuro objeto del deseo (1977) y La Vía Láctea (1969), con el maño, y Tamaño natural (1973) para el valenciano, aceptaría el reto de darle la vuelta al calcetín narrativo de los surrealistas guiones del director franco-ruso-ítalo-neerlandés, cambiando el punto de vista de la narración, captando el aura de costumbrismo amable de las películas, sin sentirse obligado a trasladar al papel la carga slapstick del personaje.
La donostiarra Expediciones Polares edita Mi tío (Mon oncle), en uno de sus cuidadosos objetos librescos, impresos en papel Coral Book Ivory 1.2 de 90 gr/m2 y tapa dura en un llamativo rojo anaranjado, con traducción de Felipe Cabrerizo, acompañada de las ilustraciones de Pierre Étaix, colaborador de Tati, que acompañaron la edición original. Una delicatessen tierna, deliciosa y divertida.
De tierno y delicioso no tiene nada Jack Carter, el sicario que protagoniza las serie de novelas del británico Ted Lewis, en la memoria de casi todo el mundo con los rasgos de un jovencísimo Michael Caine, de divertido ya depende del humor de cada uno. La también barcelonesa editorial Sajalín ha emprendido la tarea de editar la serie completa. Empezaron en 2017 con Carter (Jack’s Return Home), originalmente publicada en 1970, y en 2018 continúan con el segundo volumen de la saga, La ley de Carter (Jack Carter’s Law), publicada en 1974 como precuela de la anterior, en la que se narran las peripecias de Carter bajo el mando de los hermanos Fletcher, antes de los hechos de la primera entrega, en que la relación se convierte en, digamos, algo tensa.
La carga de sexo explicito, humor cáustico y precisas descripciones de la moda masculina y femenina de los setenta es aún mayor que en la primera entrega, Lewis parece que ha cogido velocidad de crucero en su descarnada prosa y se atreve con innovaciones de estilo como la de titular cada capítulo, menos dos, El garaje y La fuente de la juventud, con el nombre del personaje a quien Carter dedica sus caricias. Como una canción de tres minutos de The Kinks, La Ley de Carter hace disfrutar y golpea las entrañas a partes iguales, una vez más en traducción de Damià Alou.
Para cerrar esta mano de lecturas disfrutables, otro objeto literario de la mano de una de las editoriales que mayor cantidad de ellos nos ha proporcionado estos últimos años. Enrique Redel y su Ediciones Impedimente nos regalan un volumen de pausada degustación, que aúna entre sus páginas reivindicación de género en doble sentido, el de los relatos de fantasmas y el de las escritoras, demasiado tiempo ocultas bajo la condición de ghost writers. Damas oscuras. Cuentos de fantasmas de escritoras victorianas eminentes, no necesita más presentación, tal vez, que el criterio de su editor y los nombres de las autoras: Charlotte Brontë, Elizabeth Gaskell, Dinah Mulock (Mrs. Craik), Catherine Crowe, Mary Elizabeth Braddon, Rosa Mulholland, Amelia B. Edwards, Rhoda Broughton, Mrs. Henry Wood, Vernon Lee, Charlotte Riddell, Margaret Oliphant, Lanoe Falconer, Louisa Baldwin, Violet Hunt, Mary Cholmondeley, Ella D’Arcy, Gertrude Atherton, Willa Cather y Mary E. Wilkins (Freeman). En traducciones para la ocasión de Alicia Frieyro, Olalla García, Sara Lekanda, Magdalena Palmer y Consuelo Rubio.
Baste decir que el protagonista del primer relato del volumen, escrito por Charlotte Brontë (1816-1855) en 1833, es un asustadizo emperador Napoleón Bonaparte. 500 páginas de terrores diversos que empiezan a dar miedo ya desde la imagen de la camisa que cubre las cubiertas, una ilustración de Nerea Aguilera. Toda una conjura femenina para ponernos los pelos de punta.