Visitamos el estudio de la artista en las inmediaciones del barrio del Carmen. Allí trabaja en el diseño de vestuario de una versión contemporánea de Lucia di Lammermoor dirigida por el australiano Simon Stone. El estreno tendrá lugar en el MET el próximo mes de abril
VALÈNCIA. Después de formarse en Hamburgo, Berlín y Nueva York, Blanca Añón tomó la decisión irrevocable de volver a su ciudad natal en 2014. Lo hizo contradiciendo los consejos de algunos profesionales veteranos, que la advertían del estrecho horizonte que encuentran los escenógrafos en España. Afortunadamente, los augurios pesimistas no se cumplieron. La artista valenciana está desarrollando una sólida trayectoria a nivel nacional e internacional en las artes escénicas desde su estudio en la capital del Turia. Compagina teatro y ópera, tanto grandes producciones como piezas pequeñas de corte experimental -entre ellas las que realiza junto a la dramaturga y actriz María Salguero en la compañía Colectivo Miss Panamá-.
Su próximo hito: la ópera Lucia di Lammermoor que el Metropolitan de Nueva York estrenará en abril bajo la dirección del también realizador de cine australiano Simon Stone. Añón codiseña junto a Alice Babidge el vestuario de más de setenta cantantes para esta nueva producción, en la que el clásico de Donizetti se traslada desde el paisaje salvaje de Escocia del siglo XIX hasta una ciudad norteamericana contemporánea marcada por la crisis económica. En su sector, este paso en su carrera equivale a llegar a la “meca”.
La artista valenciana nos abre las puertas de su nuevo estudio, ubicado en las inmediaciones del barrio del Carmen. Entre maquetas, bocetos y muestras de materiales, nos habla de los proyectos que la mantendrán ocupada durante 2022. Entre ellos, la escenografía de La máquina de Rube Goldberg, una producción del Escalante dirigida por el mago Nacho Diago, que se estrenará en febrero en el Teatro Principal de València, y la obra de teatro As Oita da tarde cando morren as nais, dirigida por Marta Pazos, una de las dramaturgas más destacadas de la vanguardia escénica en España. También está en ciernes una pieza que el prestigioso coreógrafo -y Premio Nacional de Danza- Marcos Morau estrenará en Basilea. Y, por último, otra gran producción de ópera. En este caso, Die lustige Witwe (La viuda alegre), dirigida por Christopher Allen para el Opernhaus Wuppertal, en Alemania.
-Esta no es la primera vez que trabajas con Simon Stone. ¿Cómo llega a ti este encargo para el MET?
-Trabajé con él anteriormente en una producción de Tristán e Isolda para el festival de Aix-en-Provence, como diseñadora de vestuario, y el pasado mes de septiembre estrenamos Unsere Zeit (Nuestro tiempo) en el Residenz Theater de Munich. Era una obra de casi seis horas de duración escrita por Simon a partir de personajes e historias extraídos de la obra del escritor austrohúngaro Ödön von Horváth. Lo del MET surgió un poco por casualidad. Simon me dijo que la persona que iba a codiseñar con Alice la ópera de Lucia de Lammermoor no podía hacerlo, y me ofreció sumarme al proyecto.
-Tu compañera de vestuario vive en Australia, el MET está en Estados Unidos y tú en València. ¿Cómo se trabaja en un proyecto así a distancia?
-El Covid nos ha enseñado que se pueden hacer más cosas a distancia de lo que pensábamos, incluso en un sector como las artes escénicas. Durante estos meses de preparación hacemos muchas reuniones por videollamada; muchas las tengo que hacer por la noche hasta la madrugada, por los cambios horarios. En febrero nos reuniremos todos en Nueva York para hacer unas pruebas técnicas, que consisten en montar toda la escenografía, que es enorme, para hacer pruebas de video, iluminación y cambios de escenografía. Aprovecharé para hablar con el taller de vestuario y empezar a hacer compras. Básicamente tendré que ir a tiendas de segunda mano con las fotografías de referencia que hemos asignado a cada uno de los personajes del coro y el elenco. Esta versión sucede en el tiempo contemporáneo, en un lugar no determinado de la América profunda. No queríamos recurrir a la típica estética de redneck white trash, sino crear una especie de tribu creada por nosotros mismos a partir de referencias dispares. Hemos buscado ideas de personas de ambiente algo marginal, pero con carácter. Yo particularmente he buscado ideas en traperos y traperas españoles y gente de la Ruta del Bakalao. Al final va a ser un mix bastante curioso de Australia y España (ríe)
-¿Qué supone en tu profesión llegar a trabajar para el MET?
-Digamos que es la meca. Es un sueño, claro, me hace mucha ilusión, porque además yo estudié escenografía en Nueva York y ahora vuelvo por la puerta grande. Pero, si te soy sincera, para mí lo más importante no es el tamaño de la producción, sino el ambiente del equipo de trabajo. Ahora vengo de estar quince días en Galicia trabajando con el equipo de Marta Pazos, y ha sido muy guay, como estar en una familia. Mejor incluso que otros trabajos en los que a lo mejor tienes todo el dinero del mundo y muchas facilidades, pero no hay tan buen clima. Por otra parte, en esta profesión tampoco hay garantías de nada. No es que después de trabajar para el MET ya tengas la vida resuelta. Es cierto, eso sí, que el representante que me lleva los contratos de ópera tiene más argumentos para “venderme” mejor.
-Imagino que trabajar en proyectos con grandes presupuestos genera mucha tranquilidad.
-Una de las grandes diferencias cuando trabajas en el extranjero es que no te dicen cuál es el presupuesto. Te dicen “vas bien”; “frena un poco”; “te estás acercando”. Imagino que es para que trabajes sin demasiados condicionamientos. Para preservar tu libertad creativa.
-¿Cuánta libertad creativa os suelen dejar a los escenógrafos?
-Depende del director enteramente. Cada proyecto es un mundo. En algunos proyectos te sientes como una camarera. Empiezan a decirte todo lo que quieren, y eso no me gusta mucho, lógicamente. A los escenógrafos nos gusta que se valore nuestro punto de vista, nuestra manera personal de interpretar el texto. Otros directores son todo lo contrario. No te dicen nada, solo quieren que les lleves una propuesta, y desde ahí se empieza a trabajar. En los proyectos grandes, llevamos una presentación que consiste en una maqueta, unos planos de construcción y unos bocetos. Una vez está aprobado, empiezas a hablar con la oficina técnica, donde tienen que revisar todo, porque al fin y al cabo los escenógrafos no somos ingenieros, y en las estructuras que diseñamos tiene que subirse la gente. Recuerdo que la primera ópera en la que trabajé en Rumanía, no revisaron mis planos con un ingeniero -tal y como se especifica siempre que hay que hacer-, y cuando la probamos y se subieron los miembros del coro vimos que se tambaleaba todo. Imagínate, ¡eran tres torres enormes con dos y tres pisos y además con suelo de tramex! Faltaban tirantes por todos lados, diagonales, etc. Lo corrigieron y no pasó nada, pero es un ejemplo de que no se puede decir que sí directamente a todo lo que diseñamos.
¿Por dónde se empieza a crear una escenografía?
-Si es teatro, por ejemplo, empiezo leyendo el texto y tachando bastantes acotaciones, para evitar condicionamientos. Tengo al lado un folio en blanco donde apunto palabras e ideas que me vienen a la cabeza (muchas veces las primeras ideas son las mejores). Si la obra es más bien abstracta, subrayo conceptos que me gustaría trasladar visualmente. Después empiezo a hacer bocetos y la búsqueda de imágenes de referencia, que pueden ser obras de arte, fotografías, revistas, ilustraciones…
En València tenemos la biblioteca del IVAM, pero una de las cosas que más echo de menos de vivir en Nueva York es la Picture Collection en la NY Library. Es una sala enorme con cajones de ficheros ordenador por palabras genéricas tipo “libretas”, “mesas”, “paraguas”. En esa ciudad es muy fácil inspirarse.
En una de las paredes del estudio de Blanca leemos un cartel donde se señalan las seis etapas del proceso creativo:
-¿Siempre hay una etapa de “Esto es una mierda”?
-Siempre ocurre, y es un horror. De hecho, la parte 2, 3 y 4 suelen ser bastante largas (ríe). Siempre hay un momento en el que piensas que lo que estás haciendo no va a funcionar. Lo que hago en esos casos es aparcar el proyecto y volver otro día; o tirar por otro lado; o vaciar toda la maqueta y volver a empezar. Eso es en el proceso de creación, pero en el de construcción aparecen también otras dudas, sobre todo el miedo a que salga demasiado caro. Los escenógrafos desde muy pronto tenemos que empezar a pensar en las limitaciones del presupuesto. Y ahora con el Covid lo hemos notado un montón. Los precios de los materiales han subido muchísimo. Hay presupuestos que, para cuando te los aprueban meses después de haberlos presentado, ya no valen, porque todo es más caro. Las compañías pequeñas sufren mucho esta situación, y tienen que hacer grandes renuncias para que el proyecto resulte viable.
-¿Cuál es la fase de tu trabajo que más disfrutas?
-Cuando ya has encontrado la idea y ya puedes empezar a fijarte en los detalles. También es muy bonito cuando entras al teatro y están montando la escenografía. Mola mucho ver cómo se hace realidad una cosa que has estado viendo a escala pequeña.
-¿Cómo nace tu interés por las artes escénicas?
-Yo en realidad no tenía demasiada cultura de artes escénicas. Con mis padres sí iba todas las semanas a galerías y museos, y también a conciertos. Pero no tanto al teatro. Estudié Bellas Artes en València y me especialicé al principio en video e instalaciones. En 2004 me fui a estudiar Erasmus a Hamburgo, y allí ya decidí que tenía que completar mi formación fuera de España porque aquí no aprendería nada más. Me ofrecieron hacer un video para una pieza de danza, y fue entonces cuando me di cuenta de que ese mundo me gustaba mucho. Sobre todo la idea de que un director te dé un problema (un texto) al que tienes que darle una solución artística. Me parecía más bonito que trabajar siempre yo sola en un estudio. De Hamburgo me fui a Deutsche Opera de Berlín con una beca Leonardo. Me pasaba el día haciendo muñequitos con papel de plata para las maquetas, así que acabé aburriéndome un poco. Estando en Berlín conocí a gente como Cristopher Allen y Andrew Lieberman, con el que colaboré haciendo el collage final que aparece en la ópera Parténoper (que de hecho ha estado girando por todo el mundo durante trece años y estuvo hace poco en el Teatro Real de Madrid). El caso es que Andrew y Cristopher me aconsejaron ir a Nueva York a estudiar escenografía. Superé las pruebas de acceso al Tisch School of the Arts de NY, y allí estuve los siguientes tres años. Aunque fue duro, porque el ritmo de trabajo era muy fuerte y los alumnos dormíamos poco, lo disfruté mucho. Aprendí los aspectos técnicos de una profesión que sabía que me iba a gustar mucho.
-¿Por qué decides volver a València?
-Porque no me gustaba vivir en Nueva York. Además de que todo es carísimo, sobre todo echaba de menos la convivencia con amigos y familia. Allí todo es un no parar. Volví a España y primero fui a Madrid en busca de contactos. Algunas personas me aconsejaron irme de España, pero a mí no me apetecía; ya llevaba muchos años fuera. Fue un bajón. De hecho, yo no le diría esto a alguien que empieza. Le diría que se lo curre y que demuestre su talento. Y que aprenda idiomas; inglés al menos. Luego las cosas van saliendo, y de hecho en España no hay muchos escenógrafos. Los que conozco, están todos trabajando. Es verdad que esta es una profesión en la que cuesta mucho empezar y llegar al punto de vivir de ello, pero hay trabajo. Otra cosa son las condiciones. La diferencia de salarios y las facilidades que existen cuando trabajas para un teatro de fuera están a años luz de las que hay en España. Aquí no hay mucho que negociar.
-Las subvenciones públicas en la Comunidad Valenciana han creado mucho malestar en el sector de las artes escénicas.
-Creo que el problema de base es que las personas de las que depende el reparto de estas ayudas tienen una idea muy limitada del potencial que existe en los artistas valencianos que se mueven fuera del circuito clásico de teatro de texto. No se está dando apoyo a formas de creación más experimentales, que son al fin y al cabo las que tienen la llave de la renovación de la cultura. Considero que parte de su trabajo consiste en dar oportunidades a todos, y que no se está haciendo así. Lo del tema de las ayudas ha creado mucho revuelo, sí, pero desgraciadamente se ha desinflado.
-Junto a María Salguero, has trabajado en piezas muy interesantes como Canino, Kapowski y Kikamori ¿Qué planes de futuro tenéis en la compañía Colectivo Miss Panamá?
-María Salguero y yo empezamos a trabajar hace un año en lo que sería nuestra sexta pieza como compañía. Mistèria, basado en el conocido Mistèri d’Elx era una pieza de teatro immersivo que tenía su estreno el pasado mes de noviembre en La Mutant. Para empezar la investigación recibimos una beca del Consorcio de Museus, que por cierto es una de esas instituciones que sí apoya a los creadores “raritos” de las artes escénicas. Pero el proyecto se quedó en el tintero porque otra ayuda con la que contábamos, la del IVC, no era suficiente, y de hecho nos la acabaron quitando directamente dejándonos tiradas y con un estreno a la vista. Es un proyecto que verá la luz cuando podamos hacerlo como toca y como queremos hacerlo nosotras que somos las creadoras sin tener que cumplir con unas normas que son más institucionales que artísticas. María es un buen ejemplo de lo que comentaba antes. Me parece de lo mejor que hay en València a nivel de dramaturgia y dirección, y a pesar de ello su trabajo nunca ha contado con el apoyo que merece.