Vivo rodeada de bichos. No sé si han estado siempre ahí y me pasaban desapercibidos, si el cambio climático o político está trastornando su comportamiento y ahora salen en masa buscando como posesos un arca de Noé o simplemente ocurre que les han perdido el respeto a los humanos. El caso es que veo bichos por todas partes. Los veo hasta en los telediarios. Y no están muertos. Algunos son bichejos simpáticos, como las ardillas de la Albufereta que viven de alquiler en los pocos pinos que han sobrevivido a la especulación urbanística en la Colonia Romana. En el cementerio de Alcoi también las he visto saltando de tumba en tumba cual gatos de camposanto. En la sierra de Colmenares, por donde transito a diario, aun no me he topado con ardillas. Ese es territorio de conejos. Salen de sus madrigueras al anochecer, se plantan en medio de la carretera y te miran directamente a los faros del coche en actitud chulesca, orejas erguidas y hocico altivo como diciendo “¿qué, me vas a pillar?”. Pero solo es postureo porque salen escopeteados hacia las cunetas sin esperar la respuesta, no vaya a ser que decidas cambiar el triste menú del día siguiente. Suelen ir en pareja, como los antiguos carabineros o los mormones en periodo de apostolado. Los que también se han echado al monte y se han convertido en los amos del cotarro son los mosquitos tigre. Este bicho metafóricamente híbrido, con cuerpo de insecto y alma de príncipe de la sabana, está provocando auténticas carnicerías entre las pieles más sensibles a los mordiscos de esta bestia voladora sin escrúpulos. Yo soy inmune pero a mis compañeras de trabajo las llevan fritas. La jornada laboral se ha convertido en una cacería, en un sálvese quien pueda, en una guerrilla basada en el factor sorpresa. Cuando estás poniendo un off te acribillan la cara. Cuando escribes a toda prisa, atacan por el flanco inferior y te perforan los tobillos. Hay que ir bien pertrechadas para la batalla. Primero se va por las buenas. Se ponen en práctica estrategias de disuasión del enemigo como muñequeras y tobilleras repelentes tipo señorita pepis. Pero si esto no funciona, que no funciona, hay que mandar a la caballería. Colonias apestosas y botes de insecticida con los que crear un escudo protector a lo Harry Potter. Hay una compañera que se abre camino por el pasillo con un spray, como si fuera una varita mágica o estuviera jugando un partido de curling. Pero los mosquitos tigre no son los únicos bichos que se han atrincherado donde no deben. La fauna se ha diversificado con hileras de ciempiés que pasean impunemente entre una comitiva de bichos bola, pececillos de plata, hormigas voladoras y alguna culebra despistada que se coló de rondón en ese desfile de pequeños monstruos urbanos. La rana, en cambio, que nos ha amenizado las tardes de verano ha hecho mutis por el foro desde que cambiaron el agua del estanque.
Perdonen ustedes que les cuente estas batallitas de bichos reales pero inofensivos. Es más que nada para no hablar de los otros bichos metafóricos que me dan mucho más miedo porque son venenosos, repulsivos e históricamente letales. También se han hibridado, como los mosquitos, pero aún está por saber qué especies funestas se han coaligado para infestarnos la vida con una nueva peste negra. Quizá son plagas nacidas en laboratorios de experimentación sociopolítica para reducir la población de parias del mundo. Los parias propios y los ajenos que cruzan mares y muros sin permiso. Yo no sé qué hacer con estos bichos. Se me ocurren tres cosas. Esconderme, aplastarlos o comérmelos.
@layoyoba