VALÈNCIA. ¿Por qué dos personas que una vez se amaron pueden llegar a no soportarse? ¿Su declive como pareja anula todo el resto? ¿Qué pasa con la historia de amor que hubo entre ellos o con los afectos que puedan quedar? ¿Qué pasa cuando una mujer es la figura dominante en esa pareja? ¿Si ella ha logrado lo que quería en la vida y él siente que ha fracasado? ¿Y si un día él se tira por la ventana? ¿Pensaríamos que se suicidó o que lo mató ella de alguna forma? ¿Puede descubrirse lo que pasó en un juicio? ¿Es lícito fiscalizar la intimidad de esa pareja? ¿Usar un libro de auto-ficción como prueba? ¿Se juzgaría a él igual que a ella? Y en ese juicio, ¿lo más importante es llegar a conocer la verdad? Estas son algunas de las preguntas que plantea Anatomía de una caída, la película por la que la directora francesa Justine Triet ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes, escrita junto a Arthur Harari, y que ahora puede verse en los cines españoles.
A través del juicio a Sandra (Sandra Hüller), una escritora alemana acusada de haber asesinado a su marido, la película disecciona los complejos y a menudo oscuros mecanismos que rigen una pareja, la montaña rusa que suele ser esa relación, desde la época en que esa pareja se quiso hasta cuando su vida se convirtió en un enfrentamiento, con sus miserias, sus puñaladas traperas y su dolor. Samuel (Samuel Theis) murió después de una caída desde una de las ventanas de la casa del matrimonio (un chalé en medio de los Alpes franceses en el que vivían con el hijo ciego de ambos, Daniel, interpretado por un creíble y por momentos emocionante Milo Machado Graner), tras cuya investigación no pudo determinarse si se trató de un suicidio o de un homicidio. Desde esa duda sobre la culpabilidad de ella y con el hijo como único testigo (lo que también permite plantear el dilema moral al que se enfrenta el niño en medio del conflicto), Triet se adentra de forma sorprendente, lúcida y turbadora en la relación del matrimonio, en la complejidad, las contrariedades, los secretos y las zonas de sombra que hay en cualquier pareja.
Uno de los aspectos más asombrosos de la película es cómo a partir de esa duda que recorre toda la película se deconstruye la figura clásica de la femme fatale manteniendo una sugerente, misteriosa y también retorcida ambigüedad entorno a la protagonista. ¿Será culpable esta mujer de aspecto frío, distante, con carácter, independiente y que tenía una complicada y turbulenta relación con el fallecido? (ahí Sandrá Hüller está brillante sosteniendo un personaje con el que de entrada resulta muy difícil empatizar), es la pregunta que impregna todo el filme y que coloca al espectador en una interesante y delicada posición, tratando de desentrañar al personaje a través de los instrumentos usados en el juicio (documentos, audios de móvil y hasta libros de inspiración autobiográfica) y que suponen una invasión en la intimidad de la familia.
Con ello, la película también plantea una reflexión sobre la fiscalización de nuestra vida privada, sobre los juicios morales y la mentalidad machista presente en la sociedad, sobre cómo, a pesar de las apariencias, no hemos avanzado tanto en cuestión de feminismo. A falta de poder llegar a la verdad, el tribunal se contentará con realizar un juicio moral a la protagonista, poniendo en cuestión aspectos como su orientación sexual o su proceso de creación artística, pretendiendo que este proporcione un reflejo idéntico de su comportamiento en la vida real.
Otra de las grandes virtudes de la película es cómo consigue reflejar lo que fue esa pareja en su conjunto, recordando sus momentos de sufrimiento y tristeza pero también los de alegría. “A veces, la pareja es una especie de caos y todos están perdidos, ¿no? A veces se lucha juntos, otras solos, y otras, el uno contra el otro, ocurre”, dice el personaje de Hüller en una de las secuencias del juicio. A partir de un inteligente e incisivo guion, con sobriedad y contención, mediante los diálogos que se desarrollan en los dos únicos espacios relevantes en los que transcurre la película –la casa aislada y la sala de juicio, el ámbito privado y el público- y de las fotos de los protagonistas durante su juventud (lo que relata esa historia de amor que queda fuera de campo), la película reconstruye de forma más o menos subjetiva (a través de esos materiales y del recuerdo) la vida de la pareja, conformando así un interesantísimo espacio de la memoria sentimental.
En Secretos de un matrimonio, Bergman lograba invertir las tradicionales relaciones de poder entre un hombre y una mujer para relatar cómo dos personas que un día se amaron pueden llegar a darse tanto y al tiempo hacerse tanto daño. Partiendo de esa idea, Justine Triet consigue crear todo un apasionante thriller judicial, tan desconcertante como brillante y arrollador, capaz de mantener su misterio hasta el final y de plantear preguntas, debates y reflexiones perdurables más allá de la proyección. Sin duda, una de las mejores películas del año. No se la pierdan.