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la yoyoba / OPINIÓN

Almendros y granados

29/03/2019 - 

Un holandés largo y descolorido, tan errante como yo, se me acerca para preguntarme si este es el lugar donde estuvo ubicado un campo de concentración fascista. “Creo que sí - le respondo- pero no se lo puedo asegurar”. Estamos en medio de un bancal de granados moteado de palmeras. Unos cuantos pilones recién pintados de rojo y gualda y alguna pintada de exaltación a la patria parecen escupir sobre la memoria de los presos que perdieron su vida o su libertad por defender los colores de otra bandera que también fue nuestra. 

El holandés busca algún vestigio del horror, una visita guiada, una lápida desconchada, un monumento postrero, que sé yo. Pero allí solo hay silencio, olvido multiplicado. A la entrada del camino, la dueña de una carpintería de aluminio nos pone sobre la pista. “Del campo de concentración no queda ni rastro. Una caseta de piedra que fue una garita de vigilancia es todo lo que se conserva. Antes la usaban para guardar los aperos de labranza pero ahora solo es refugio de indigentes”. 

Vuelvo sobre mis pasos. Sola. El holandés ya se ha cansado de vagar por los bancales y se da por vencido. El camino se bifurca en dos senderos de tierra. En medio de una parcela sin cultivar, abonada a la maleza, encuentro lo que debió ser el límite del campo de concentración de Albatera. Un cuchitril sin puerta con un ventanuco por donde solo cabe un rayo de sol o el cañón del fusil de un carcelero, cascos de cerveza y un colchón meado embrocado en la pared. Eso es todo lo que queda de aquel espanto del que había oído hablar un holandés desangelado pero que yo ignoraba hasta hace poco. 

Entre los granados culebrea un tren de cercanías que acaba de salir de la estación de San Isidro.  Ese traqueteo debió ser lo más parecido a la libertad que se podría escuchar desde los barracones del campo de concentración donde se amontaron más de veinte mil seres humanos durante la primavera, el verano y el otoño de 1939. 

La inmensa mayoría había llegado en unos de esos trenes de ganado humano. Náufragos en el puerto de Alicante. Abandonados a su suerte entre el mar y las pistolas, muchos se decantaron por las pistolas en carne propia. 

La libertad venía grabada en el plomo de una bala. Hace 80 años, este campo estuvo sembrado de odio, anegado de sangre. La primera vez que lo visité, lo hice de la mano de Ignacio Fernández, capitán del Ejército de la República y combatiente antifascista en la Segunda Guerra Mundial. Me lo presentó Almudena Grandes en “El corazón helado”. Este personaje literario, o tal vez no, me describió el infierno que supone cruzarse con un hermano y tener que hurtarle la mirada para salvarse. La última vez que se verían en la vida y ni siquiera pudieron despedirse con un abrazo. 

Lo peor del campo de Albatera no fue el hambre ni el calor ni los piojos ni las enfermedades. Lo peor ha sido la cobardía de un olvido premeditado. Primero, de los paisanos que agachaban la cabeza y miraban hacia otro lado. Nadie sabe, nadie habla, nadie recuerda. Luego, de las instituciones democráticas que se volvieron sordas ante las voces de miles de familias que pedían recuperar la dignidad y la memoria. 

De vez en cuando, un puñado de huesos enterrados bajo los granados emerge de sus sepulturas anónimas pidiendo ser rescatados del olvido. Son los lamentos de aquellos que llegaron desde un campo de almendros a otro sembrado de granados y palmeras durante aquella primavera maldita. Miro a mi alrededor y trato de escucharlos pero solo oigo el silencio y el silbido de un tren que pasa indiferente. Nuestra desmemoria los vuelve a matar. Una. Mil veces. 

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