VALÈNCIA. El agua que no cesa, una frontera líquida que permite el un lado y el otro: los ojos de los animales que habitan bajo su límite, envueltos en sus moléculas, nos contemplan acuosos desde su acceso a la penumbra y a las oscuridades. Quienes moramos esta parte seca manejamos un reflejo y una transparencia confusa: al otro lado de la tensión superficial reconocemos un mundo al que de un modo u otro iremos a parar en esta existencia que es más agua que tierra y que acumula más muerte que vida. La membrana que divide lo acuático y lo terrenal no es exacta: se eleva, corre, se abre y se cierra. Así es también la zona que transita entre lo que respira y lo que deja de hacerlo. La muerte ya no es tan muerte como acostumbraba a serlo: a la luz de los más recientes descubrimientos sobre aquello que le ocurre a nuestras células cuando comenzamos a apagarnos, todavía no está claro cuando podemos decir que morimos.
El cuerpo sigue sujeto a descargas y procesos bastante después del deceso con certificado hospitalario. Y eso por no hablar de aquellas personas que han estado muertas —si nos ceñimos a una definición sencilla pero operativa y generalizada de lo que es la muerte— y han podido contarlo gracias a las técnicas de reanimación. Cuando uno vive, está en todo momento en contacto con la muerte: de lo uno a lo otro hay solo un paso. La gente se muere constantemente a nuestro alrededor, y no solo la gente. Vivimos en contacto permanente con los restos de la muerte y la descomposición: están en el aire, están en el agua, están también en nuestro plato. La muerte solo es extraordinaria por nuestra incapacidad viviente para entender el no ser. Por lo demás, la muerte es de lo más común. Es ineludible, y omnipresente. Se puede no vivir, pero si vives, tienes que morir. Es común, sí, pero inquieta cuando se piensa en ello. Como cuando uno se mira fijamente en el espejo hasta que deja de reconocerse y ya solo ve a un extraño que en cualquier momento podría esbozar un gesto que nosotros no hemos hecho, y entonces adiós.