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'Sagrado y desagrado', el arte de las disputas en el lenguaje, con Rubén Martín Giráldez

VALÈNCIA. El lenguaje es una casa inmensa, un hogar que se proyecta en el tiempo y el espacio y que se habita contra todo pronóstico: el lenguaje es una dimensión, por común, infravalorada. Esto es: el lenguaje es generoso, se puede vivir en él con lo básico o pertrechado de los aperos más vanguardistas, en el lenguaje podemos levantar una mansión gloriosa o una chabola elemental y la primera no garantizará una vida mejor que la segunda, es decir: es posible —así de maternal es el lenguaje— ir más allá desde la casucha paupérrima, porque, a diferencia de lo que sucede en el mundo extralingüístico, en el campo que se manifiesta en palabras que expresan, el origen no es tan determinante como pudiera parecer: uno conoce lo que se diría un quinqui que fue artífice de los poemas más arrebatadores, y también conoce rentistas acomodados y suicidas que antes de marcharse dejaron un legado auténtico e inigualable. 

El lenguaje es un hotel en construcción: algunas de sus dependencias son bien conocidas, en ellas nos encontramos, y también tiene plantas de paso, y suites merecidas en las que apoltronarse, pero existen en el lenguaje alas en perpetua —de momento— construcción: extensiones que crecen orgánicas hasta que se atrofian o hasta que mutan en galerías que a su vez dan lugar a nuevas habitaciones y salas de estar. Actualmente hay inquilinos derribando tabiques y otros que se esmeran en diseñar nuevas y prometedoras arquitecturas: como en todo, habrá lo que prospere y habrá lo que se estanque, convivirá lo conservador y lo inconformista, lo arrogante y lo tímido, lo comprometido y lo frívolo, lo que se toma en serio y lo que no sabe qué terreno está pisando. En la casa del lenguaje se vive se quiera o no, y en ella todos jugamos un papel, pero hay quien lo hace mejor. 

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