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A TOTA VIROLLA

Por qué el edificio más estrecho (al menos de València) es el monumento al turismo de masas

  • Foto: KIKE TABERNER

VALÈNCIA. ¿No es maravilloso que una convención sobre la que nadie sabe qué hay de verdad acabe convertida en un signo seductor de una ciudad? Hace unos días el youtuber Frank Camallerys arrasaba en las redes con su visita a València, aterrizado para investigar por qué demonios se supone que ésta es la ciudad del mundo con mejor calidad de vida. Claro, pronto el bloque de comentarios del vídeo se convertía en una auténtica trifulca entre amantes y haters de València.

Pero había algo más estremecedor: una de las atracciones que más destacaba Camallerys era la honorable condición de tener entre los estandartes urbanos el edificio más estrecho. Del mundo, de Europa, o de donde sea. Ya se sabe, esa fachadita en la Plaza Lope de Vega que, tras ser sede de familias comprimidas por los lados, como un corsé asfixiante, es poco menos que un souvenir emparedado. Da igual que no exista una demostración fehaciente sobre si es o no el edificio más estrecho del mundo -es más, en ciudades hiperatiborradas no resulta complicado encontrar la misma condición-, lo trascendente es el símbolo.

Foto: KIKE TABERNER

De repente esa casa estrecha, donde los turistas al paso se hacen fotos simulando no caber en este mundo, es la mayor demostración de por dónde fluye el turismo de masas. Es un mirador privilegiado sobre los comportamientos turísticos. También sobre lo fácil que resulta construir relatos que nadie parece dispuesto a rebatir, si eso a matizar para aclarar que su cetro es europeo porque en Brasil hay una que mide todavía menos que los 107 centímetros de la nuestra.

En 2020 el autor Marco d’Eramo publicó El selfie del mundo convertido en ‘una investigación sobre la edad del turismo’. Una obra descarnada en la que desmenuza por qué somos como somos cuando viajamos. Entre otras cosas cómo las prisas condicionan la imagen misma de aquello que se visita, por el simple hecho de que el tiempo (determinado por el dinero) es su principal elemento coercitivo. La promesa de una singularidad, por muy aleatoria que sea, merece ser captada con la fuerza de quien capta algo significativo al vuelo. No hay tiempo que perder.

Una mañana cualquiera existe un ambiente ante el ‘edificio estrecho’ que se asemeja a quienes dan monedas para hacerse fotos con un koala adormilado. La arquitectura pasa a jugar un papel grotesco. No destaca por su estilo, ni por su aspiración, tampoco por su función: solo por un rasgo insólito tal que en un freak show. La presunción de estar ante una singularidad con la que llenar el zurrón de experiencias basta para que se desate el furor ante la microfinca.

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