Cuando me metí en política no sabía cómo funcionaban los entresijos orgánicos de los partidos, mis manos pulcras y sin callos no se habían manchado con la erosión de las cañerías manipuladas por los fontaneros. Inocente de mí, que nadie me pagaba por ir a los actos ni por poner carpas, desconocía la existencia de unos estamentos, de unos hombres de negro que jerárquicamente mandaban sobre otros hombres sin que estos tuvieran contrato alguno que acreditase dicha subordinación empresarial. Mi fe, que proyectaba en el altruismo la inercia por la que evolucionaban los partidos políticos, no sabía lo que hacían los secretarios generales o los de organización; mi cabeza percibía esos cargos como una especie de insignias como las que te otorgan un cometido concreto en los scouts. Me enteré de que teníamos un jefecillo en Ciudadanos de la Comunitat Valenciana por casualidad, yendo en el coche con unos compañeros que eran estrechos colaboradores de ese caudillo, uno al que describían con poderes omnipotentes, incluso mitológicos, como si Zeus hubiese vuelto a consumar con una terrícola y hubiera concebido a un semidiós dispuesto a controlar el mundo de los mortales a través de un partido que regía con el martillo de Thor.
Cuando le conocí me di cuenta de que estaba ante Loki, el dios del engaño. Me acuerdo como si fuera ayer cuando coincidí por primera vez con Emilio Argüeso. Compartí mantel con él en una comida en Paterna, la mesa era redonda, parecíamos los hombres del Rey Arturo, lo que pasa es que en política hay de todo menos caballeros. Si en las reuniones del monarca inglés se irradiaban en el ambiente valentía y pundonor, en aquella cita se respiraba miedo reverencial a un Argüeso que presidía la mesa espiritualmente. En un momento determinado, un afiliado novato de cuarenta años, protagonizando una escena desdichada empezó a interrogar a Emilio a propósito de sus discrepancias con la gestión orgánica de Ciudadanos. Llegó un momento, en el que ese ambiente de subordinación dio paso a un aire lúgubre en el que todos sabíamos que el interlocutor del secretario de organización estaba cavando su tumba política. Argüeso, en un alarde de autosuficiencia y poder, vacilaba sutilmente al susodicho usando como chivo expiatorio a todo ente viviente que iba a saludarle a la mesa, asignaba a algunos como los que cortaban cabezas y a otros como los que rebanaban otras extremidades; No solo presidía nuestra mesa, sino que la gravedad inducía al salón estival a pivotar en torno a él.
El tiempo ha demostrado que no es un planeta sino una estrella a la que ha llegado la supernova. Está protagonizando paseillos judiciales por su comparecencia en el juicio de la Dana. Está siendo señalado por todos, le han dado la espalda muchos de los que le bailaban el agua y han tirado su cuerpo al mar para que muera ahogado en su propia bilis vanidosa. Nada se movía sin su consentimiento, manejaba a las personas en Ciudadanos como piezas de ajedrez, se sentía poderoso, heredero de una omnipotencia divina, reencarnado de los reinos absolutistas. "Todo reino dividido contra sí mismo es asolado" (Mateo 12:25), la lío cuando intentó hacer y deshacer en agrupaciones afianzadas. A pesar de todo siguió teniendo acólitos, mayordomos, palmeros que le hacían sentirse importante, agrandaban su poder inconscientemente con cada sumisión. La subida fue tan grande que la caída ha sido todavía mayor. Hundimiento del que le intentan sacar sus fantasmas del pasado y del que todavía no ha tomado conciencia. Ha acaparado tanto poder artificial (en realidad en este mundo hay poca gente importante y la gente que lo es de verdad lo es menos de lo que ellos creen) que sigue viviendo como si tuviese a súbditos a su alrededor, sufre el síndrome del príncipe destronado del que escribió Miguel Delibes. El poder trastorna al que lo tiene si no sabe modularlo porque te hace sentir por encima del bien y del mal, la burbuja de fieles en la que te encierras termina siendo tu prisión y esos lacayos tus carceleros.
Emilio, sé fuerte, sé libre, ya se han apagado las luces.