Me cuenta mi amiga Reme que se ha roto uno de los tópicos climatológicos de Alicante: el de la variación de temperatura entre el centro de la ciudad y San Vicente del Raspeig. Para el que no lo sepa, entre la capital de la provincia y la ciudad en la que se ubica el campus universitario median unos nueve kilómetros. Y están separados por una suave pero prolongada cuesta con algún repecho que asciende poco más de cien metros. La cuestión es que tan poca diferencia se notaba en los termómetros. Sensiblemente, entre tres y cinco grados, según la estación del año. Hasta hace un par de veranos, según Reme, que disfruta de una casa familiar de campo entre naranjos y limoneros o en medio de la nada, depende de qué lado de la carretera esté. Dice que han tenido que instalar todo tipo de aparatos de refrigeración, porque ya no se puede dormir durante las noches de la canícula, cuando antes se tapaban con una sábana. Desde ventiladores del chino hasta aires acondicionados. “Y todavía hay quien niega el cambio climático”, brama, sin necesidad de tener unos exhaustivos conocimientos científicos o de decantarse por unos ideales políticos que yo, al menos, desconozco. Palpa, suda, padece la evidencia, a la que hay que dejar todas las ventanas abiertas. Los alicantinos, habituados a las pérdidas y las desmemorias, hemos perdido otro de nuestros recursos de conversación.
Ha llegado septiembre. El mes que recibimos con pasión los poetas malditos, los pobres de espíritu, los padres de familia numerosa y los amantes de las miniaturas. Y su primera noche, a pesar de lo que hemos tenido que pasar durante todo el verano, nos regala una brisa leve. Es lo bueno del mes más pequeño, más incluso que febrero, porque no se mide en días, sino en suspiros de alivio o de desesperación. Es lo bueno, decía, que nunca defrauda, con su oficio de biombo entre las vacaciones y el curso lectivo. Con esa modestia con la que esconde su energía de verdadero año nuevo, mucho más marcada, pero con menos inversión de marketing, que la de diciembre y enero. Septiembre es el mes preferido de los que soñamos que suceda algo extraordinario, el más odiado por los que no desean ningún cambio. Septiembre es la primera mampara del otoño, el inicio de la cuenta atrás, el mes de los molinos que parecen gigantes.
Pero volvamos a Reme. Solo los que gastan más de 200 euros mensuales en aire acondicionado están en disposición de negar el calentamiento global. Porque septiembre desaparecerá, como toda la humanidad, con la invasión bárbara de los calores extremos, de las sequías extremas, de los caldos de cultivo para las danas, los incendios y los huracanes que ya hay quien divisa en el horizonte del Mediterráneo. Si ni siquiera podemos decir que se nota el cambio de temperatura entre Alicante y San Vicente, la cosa no evoluciona bien. Si el mar no refresca, si la altura no refresca; si el asfalto y las arboledas perdidas de Alicante no reflejan una diferencia evidente, esa que estremecía cuando llegabas a la universidad y bajabas del coche, es que todo está perdido. O perdiéndose. Y así como los periodistas, incluso en espacios de opinión, no podemos dejar de preguntarnos qué hizo Mazón tras comer en El Ventorro o de denunciar el genocidio del pueblo palestino, tampoco debemos eludir nuestra responsabilidad de alertar sobre la deriva del planeta. Cuando desaparezcan los septiembres y sus brisas de primera noche, cuando no encontremos la salida de emergencia de los veranos, los perdidos seremos nosotros.
@Faroimpostor