Cómo son de inesperados los acontecimientos: lo que parecía un paseo de rosas para Salvador Navarro ha resultado ser todo lo contrario. No alcanzo a saber si ha habido pacto con Vicente Lafuente, el rival y aspirante; si el malestar interno era tal que Navarro ha preferido tirar la toalla; o si, de verdad, ha habido consignas desde el Palau para hacerlo caer. Con el tiempo lo sabremos. El malestar existía: en Alicante era conocido y localizado; en Valencia, expresado, como habían manifestado el sindicato agrario AVA y la patronal de la madera y afines; de Castellón lo desconozco.
Quizás ese resquemor se centre más en la figura de Navarro que en todo el aparato de la CEV. El propio Navarro lo ha admitido. Y, aun así, no hay que quitarle mérito al todavía presidente de la CEV (hasta el 6 de noviembre). Heredó varias patronales desde las cenizas y reconstruyó un proyecto para dar a los empresarios una voz única —con todos los matices— y mantener un mensaje independiente, algo nada fácil en los tiempos que corren. Posiblemente ese sea el precio que paga: la independencia suele tener un coste, por equivocada que sea. Es cierto que algunas formas no fueron las adecuadas (otros dirán que tampoco la sensibilidad hacia determinadas cuestiones), pero prevaleció la solidez del proyecto —a diferencia de otros en el pasado— y la unicidad del mensaje.
Desde ese punto de vista, Lafuente tiene un reto: consolidar el proyecto y mejorar el contenido (si realmente se ha errado, como dicen los discrepantes) y las formas, como le achacan los críticos a Navarro. No creo descubrirle nada a Lafuente: sabe que en la propia Comunitat hay intereses enfrentados y que es necesario hacer encaje de bolillos para que todos se sientan representados. Y que la región está cubierta con una ligera sábana: en cuanto tiras de la cabeza, dejas los pies al descubierto, y viceversa. No es fácil; de ahí, quizá, el desgaste de Navarro. Y la otra asinagtura, también importante: tener peso en Madrid, algo que el actual presidente consiguió en el seno de la CEOE, pero no en el lugar donde realmente se toman las decisiones que benefician o perjudican los intereses de la autonomía: el Consejo de Ministros.
Las buenas intenciones de Lafuente y ese prometido cambio formal y de impulso, como expresó el viernes, pronto se darán de bruces con la realidad. Y lo harán en la provincia de Alicante, donde la lógica cunde poco y las sensibilidades siempre están a flor de piel por aquello de los reinos de taifas. Y, si no lo hay, siempre habrá un partido que lo cree. Si ya cuesta que Alicante y Elche vayan de la mano, imagínense el resto.
De ahí el dilema al que se enfrenta la CEV: si la provincia de Alicante será Moldavia o pretende ser (siempre) Transnistria. Y no basta con querer ser Moldavia ahora porque el proyecto lo desee (a priori) un hombre de Lafuente —o de otras fuerzas vivas—. Se puede discutir casi todo, pero no el proyecto. A mi modesto entender. Y menos aún a estas alturas. Aquellos que se lanzaron a los brazos de la CEV tras las cenizas de Coepa, Cierval o CEC tampoco lo entenderían. ¿Que el proyecto empresarial autonómico se puede mejorar? Posiblemente, pero siempre desde la independencia y el criterio común, y sin olvidar a nadie. Eso es lo que ha dado credibilidad, tamaño y fuerza a la actual CEV: no ser un pelele de nadie. No hace falta echar la vista atrás para ver cómo acabaron las estructuras que se solaparon con el poder del momento: perdieron el sentido de la crítica, o siempre la dirigieron hacia los problemas de siempre sin ver que brotaban otros, muy distintos.
Así que, más que un problema histórico, como dice Lafuente, se trata de acertar con los liderazgos que representarán a cada territorio. Creo que no se discute si somos Moldavia; en todo caso, se discute si alguien aspira a ser Transnistria. Ellos saldrán de dudas esta noche, con sus elecciones; nosotros, a partir de noviembre.
P. D. La batalla de Dénia que intenté exponer el pasado domingo se va aclarando. Los contendientes son los mismos: PP versus Botànic local (PSPV y Compromís). Pero, visto el debate de esta semana sobre la zona de ocio y hostelería que se pretende implantar en una zona del Puerto de Dénia, la Generalitat se equivoca en algo: el proyecto de ocio podrá defensores y detractores, pero el tamaño (edificio de 9 metros) y las cifras (12 millones de inversión) cantan demasiado (además de su ubicación), porque supone comenzar la casa por el tejado. Lo habitual sería —en caso de ser factible— ver primero qué se puede hacer y después pedir un canon acorde. Con las condiciones fijadas, lo normal es que el futuro concesionario vaya a máximos y opte por un proyecto sobredimensionado, agresivo y, posiblemente, poco amable, con todo lo que ello conlleva. Quizás el PP de Mazón estuvo ávido por metérsela al consistorio dianense, pero le ha regalado el relato al PSPV y a Compromís. Y otra cosa: limitar los precios de los alquileres en una ciudad, como ha solicitado Dénia, podría tener su lado positivo. Pero sin una agencia o ente público que dé garantías de pago y mantenimiento de inmuebles a los propietarios, tendrá poco recorrido.