Para los que vivimos en el mundo de las ideas, el trabajo de los topógrafos y los agrimensores nos queda muy lejos, resulta difícil tomarlo en serio. Una encuesta del CIS ha valorado la felicidad de los españoles y ha concluido que ocho de cada diez aseguran ser felices. La distribución, lógicamente, no es homogénea entre géneros (mejor los hombres), edad (mejor los jóvenes), clase (mejor los ricos) y orientación política (peor los votantes de Vox, con un 14,2 % de infelices).
La foto de nuestra dicha se muestra como si fuera algo matérico que escalar, un tablero que traducir en centímetros, y las respuestas que hemos dado nos dejan de nuevo ante el abismo que media entre las cifras y las emociones. ¿Cómo leer los datos? ¿Acaso las encuestas sobre felicidad no estarán tan llenas de mentiras como las de hábitos sexuales? ¿Cómo sabemos las personas si estamos siendo felices, cuando esa emoción parece tan escurridiza como el amor? ¿Acaso no sabe uno que amó o que fue feliz solo cuando ese estado de gracia pasó de largo?
Natalia Ginzburg, en su hermosa colección de ensayos Pequeñas virtudes, dibujaba así sus años de dicha antes de la guerra: “nos sentimos quizá felices, pero es una felicidad que resulta difícil de reconocer por culpa del pánico que nos produce la posibilidad de perderla”.
Me da por pensar en la onda de la dicha y su longitud y me viene a la cabeza magnicidio fallido de Trump: la bala homicida pasó cerca de sus centros vitales pero quedó a un centímetro de ellos. ¿A un centímetro de la dicha? ¿De la desdicha? Albert subió esa misma tarde con la perra sangrando por la oreja: un collie le había pegado un viaje mientras se disputaban una pelota. Mientras buscaba la cristalmina, me decía que las orejotas de Noa siempre andan por medio en estas refriegas y que quizá ambos, el expresidente americano y mi perra, me estuvieran lanzando un mensaje: algo tan misterioso como la alquimia del CIS con la dicha nacional.