Podemos estar tranquilos. Aún quedan románticos capaces de salirse de lo habitual e ilusionarnos con oficios que si no fuera por ese romanticismo individual, voluntad personal y ansia de conocer estarían olvidados pese al valioso trabajo que realizan y su aportación a nuestra memoria e Historia colectiva.
En una época en la que lo inmediato manda, nada vale, sólo importan las nuevas tecnologías, el consumo compulsivo, la compra-venta, lo líquido y su efecto y lo peor, brilla la pérdida de valores, aún quedan aventureros. No me creo que toda las nuevas generaciones floten realmente en valores por mucho rollo medioambiental que nos quieran vender y su compromiso. No hablo de todos, por supuesto.
Pero por ejemplo, deberían darse algún día una vuelta por los recintos de los festivales de verano días después de concluidos y comprobar cómo muchos de sus miles de asistentes son capaces de abandonar sus posesiones en medio de las zonas de acampada para evitar viajar de nuevo con ellos de regreso. O cómo esas mismas áreas de descanso, esparcimiento, aparcamiento y recinto de actuaciones, se mantienen aún días después repletos de bolsas de basura, bolsas de supermercados, botellas de plástico y todo lo que uno quiera imaginar abandonadas a su suerte para castigo del medioambiente. Hasta hoy.
Falta mucha educación en esos valores. No por situar un punto morado o rosa ya está todo hecho. No existe realmente cultura del reciclaje y menos de la preservación. Eso da igual cuando de lo que se trata es la fiesta. Soy y he sido testigo de la falta de sensibilidad por mucha milonga que nos quieran contar. Lo pueden comprobar a sólo 15 metros del mar.
Por suerte, recuperé parte de mi esperanza cuando a finales de este pasado mes de agosto me apunté a una jornada de puertas abiertas en la Cova de Bolomor, la estancia más antigua conocida de nuestros primeros pobladores -neandertales- y donde se han encontrado no sólo restos humanos de entre 300.000 y 100.000 años sino de especies animales impensables de imaginar que habitaron el territorio de La Safor: desde hipopótamos a elefantes y unas bestias de dos metros de altura y cuyas dimensión entre sus afiliadas puntas de cuerno eran de más de tres metros.
El placer fue descubrir cómo una veintena de jóvenes arqueólogos y biólogos cada año pasan allí su verano desde hace treinta años, cuando se comenzó a excavar esta maravilla prehistórica de casi imposible acceso físico y hábitat de humanos mientras explicaban detalles y descubrimientos. Fue emocionante. El lugar perfecto al que todos esos “adictos de la fiesta” deberían de ser llevados para reencontrarse con su verdadera realidad y de paso ampliar sus cortas miras. Pensé allí en esa legión de valientes que analizan cada centímetro con un pincel como esos últimos románticos de unas generaciones capaces de responder en un test escolar que “los huevos vienen del supermercado”.