Entre las muchas cosas que un hermano mayor puede aprender del pequeño, nunca en mi caso pensé que Hèctor me arrastraría a «les seues deries marianes», como calificó Marinela García Sempere, directora de la tesis, su pasión estremecedora. Precisamente mi ayuda para la maquetación de aquel gran trabajo, sobre la edición crítica de los incunables catalanes de la Legenda aurea de Jacobus de Voragine, que me pidió hace ya unos años, cuando la defendió en la Universitat d’Alacant, me facilitó el acceso para escuadriñar algunas vidas de santos, las sorprendentes peripecias de algunas de las cuales había contado en casa y entre amigos mientras preparaba el estudio del ‘Flos sanctorum’ romançat, «compendi de saviesa teològica i hagiogràfic d’una gran maduresa intel·lectual» y fuente indiscutible de la Festa d’Elx.
Por eso, desde que me enteré el año pasado, tenía especial curiosidad por el proyecto cinematográfico que Chema García Ibarra y Ion de Sosa iban a emprender bajo el nombre de Leyenda dorada, la película de dos directores, fascinados por el Misteri d’Elx −todo hay que decirlo−, que habían desvelado en sus películas la sombra fantástica que proyecta cualquier acto cotidiano, uno desde un acercamiento a la perpetuación de unas costumbres, y el otro, desde una mirada al condicionamiento de unos paisajes. Cómo aunar la cultura popular de Misterio con la fastamagoría futurista de Sueñan los androides era un estímulo para este espectador. La terraza del chiringuito de una piscina de algún lugar del interior del país no parece el lugar más adecuado, a simple vista, para situar una historia cuyo título remite a la narración de milagros y hechos maravillosos que cuajaban los datos biográficos de los santos que debían demostrar su virtud, cristiana en ese caso, no solamente a través de la profesión de la fe y el martirio de fin mortal. La santidad debía estar sancionada por las maravillas que fuera capaz de ejecutar en su vida.
Los milagros, creo recordar, no se explicaban por un poder personal del santo en cuestión, sino que obedecían a una intervención divina, extraterrenal. El santo era una especie de mediador de un poder superior, sobrenatural. Voragine, que se dedicó a la labor de lector dentro de la orden de Predicadores a la que servía, recogió la tradición que se dio a partir del siglo X para utilizarla como herramienta de instrucción cristiana. La hagiografía cambió durante los siglos XII y XIII su tendencia a presentar la heroicidad del santo priorizando el carácter ejemplarizante de su comportamiento sin abandonar justificaciones de índole fantástica, en las que Voragine se prodiga. Su obra, anterior a 1264, como dedicaba algunos capítulos a las festividades del Señor y la Virgen María, tuvo un éxito tan rápido que antes de acabar el siglo XIII ya se había traducido al catalán, extendiendo su área de influencia bajo la Corona de Aragón.