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La esperanza excesiva en ‘El desierto de los tártaros’, de Dino Buzzati

VALÈNCIA. El ser humano ha hecho del saber esperar una virtud: la paciencia se considera, por lo general, una capacidad digna de admiración. Al menos, así ha sido habitualmente, si bien es cierto que en la era de las redes sociales y la búsqueda de satisfacciones inmediatas, el carpe diem se ha llevado al extremo, de tal manera que si no vives en un circuito constante de emociones de alta intensidad dignas de ser compartidas, corres el riesgo de pasar por una persona gris. Hasta la meditación o el yoga deben ser espectaculares estéticamente, a ser posible en escenarios naturales o si no, al menos por medio de figuras casi acrobáticas. La consigna hoy es todo ya, todo ahora, esperar es de pobres o inseguros —o de pobres e inseguros—, pero esta forma de pensar no ha logrado superar siglos y siglos de consolidación de la buena prensa de la que goza el esperar. La paciencia, por ejemplo, es la madre de la ciencia, y la venganza es un plato que se sirve frío. A quien sabe esperar, se supone que le suceden cosas buenas. El tiempo, nuestro gran enemigo, parece poder domarse mediante la paciencia, lo cual no tiene ningún sentido. La esperanza es un esperar enfocado en positivo. La esperanza es lo penúltimo que se pierde, antes de la vida. Se supone que la esperanza es buena, por muy irreal que sea. Tener esperanza hasta en lo más improbable nos mueve en direcciones inimaginables y nos lleva a protagonizar historias extraordinarias. Todos los días a alguien le toca la lotería, lo cual es un hecho bastante extraordinario: esa persona, por muy mecánicamente que afirme haber comprado el boleto, por mucha indiferencia hacia la suerte que se esfuerce en mostrar cuando pierde, se ha dirigido a la estación de loterías pensando en qué comprará o qué hará en caso de ser el afortunado en una estadística tal que participar de ella es un acto de fe. 

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