VALÈNCIA. Con la excusa de revisar objetos acumulados en un desván para decidir si van a la basura o los sigue guardando, Jarvis Cocker escribió un libro de memorias. Pero resulta que sus recuerdos y vivencias se parecen mucho a las de lectores como yo, que también soy de la cosecha de 1963. No hace falta haber nacido en Sheffield o vivido en la Inglaterra de la Thatcher para identificarse con lo que se cuenta en estas páginas, contiene información clasificada acerca de personas como yo. El libro comienza exactamente en el título: Buen pop, mal pop. Un inventario. Dicha diferencia la establece el autor a lo largo de este recuento que es tanto un ejercicio de memoria como un manifiesto personal y político. Aquí, el mejor ejemplo de mal pop es una recreación de juguete del bolso de Margaret Thatcher que incluía recortables con prendas para vestirla, una guía de etiqueta y otras chorradas propias de un artefacto pop que buscaba satirizar lo que entonces era una nueva fuerza política -hablamos de principios de los ochenta- y que “sin querer, atestigua un profundo cambio en la vida política británica”. Cocker afirma que fue a partir de ese momento –la irrupción del thatcherismo- cuando los políticos empezaron a aprovechar los elementos del pop para propagar sus mensajes. Y de este modo, el pop que era la apócope de popular se convirtió también en sinónimo de populismo. Hoy se podría decir que el mal pop invade nuestras vidas, mientras que el buen pop empieza a estar en los museos. Sin duda, se este siglo sigue generando buen pop, pero necesitaremos tiempo para saber con exactitud cuál es.
A ojos del autor del libro, el buen pop es aquel que propiciaba un empoderamiento individual, una sensación única que llegaba con la noción de que había un lugar para ti en este mundo, por más que no encajaras en ninguna de sus compartimentos tradicionales por tu aspecto, por tu manera de ser o por tus gustos. Y hubo jóvenes de varias generaciones que encontramos la felicidad gracias a eso. Primero recopilando hallazgos que nos mostraban el camino a seguir. Una fotografía en una revista de música. Una serie de televisión. Un libro. Un tebeo. La portada de un disco. El fragor de algo desconocido, nuevo e irresistible sonando en la radio. Y después, tal como le pasó a Cocker, llegaba el momento de “dar el salto de espectador a participante”. Todo ese cúmulo de buen pop iba apuntalando la nueva personalidad del adolescente que se negaba a ser como los demás. Cocker habla del “hormigueo”, la sensación al escuchar una canción que, por motivos totalmente aleatorios, le hacían sentir que esa pieza musical “era una especie de truco de magia”. Solamente la música pop puede producir ese efecto, el del hormigueo. Millones de adolescentes en todo el mundo hicimos la transición a la vida adulta a nuestra manera por culpa de aquel hormigueo.