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‘Fábulas de robots’, cuentos robóticos maravillosos de Stanisław Lem

VALÈNCIA. Los dioses que hemos creado a lo largo de nuestra breve historia son, en su mayoría, exaltaciones de nuestras pasiones de naturaleza esencialmente humana. A medida que fuimos construyendo el edificio del conocimiento, estas divinidades se volvieron más complejas: los dioses dejaron de ser personificaciones de los asuntos que más nos preocupaban —el amor, la muerte, la cosecha, la guerra, el océano—, para representar cuestiones todavía más incognoscibles: el ser, el no ser, el todo, la nada. Con esto no estamos queriendo desacreditar ninguna fe ni afirmar que conocemos la verdad trascendental: simplemente estamos repasando nuestra historia, una historia que, remontando a contracorriente el enorme pesimismo que asola nuestra especie hoy día, habla de la sorprendente lucha de unos animales que por una serie de azares genéticos, abandonaron la llevadera inopia del desconocer el irremediable futuro de la extinción individual, y se vieron impelidos a tratar de entender lo que quién sabe si un cerebro como el que portamos de serie es capaz de entender. Hemos hecho muchas cosas mal, pero también hemos hecho muchas bien. Lo cierto es que el mamífero ser humano es consciente de su existencia y sabe en todo momento que no es inmortal. Esto puede ser un privilegio, o una terrible condena. Teniendo que capear estas circunstancias, imaginamos todo tipo de respuestas, creamos los mitos. Estos mitos nos han acompañado desde entonces, porque en comparación con otros seres, como los dinosaurios, hemos habitado la Tierra un suspiro geológico. Un suspiro, eso sí, muy productivo. Las historias, y en concreto, las fábulas, nos han ayudado a transmitir valores y advertencias. Muchos de los textos que consideramos sagrados no dejan de ser la codificación en forma de metáforas y analogías de un saber que nos ha ayudado a sobrevivir. Todas esas historias, por supuesto, están hechas de carne y hueso. Los mitos son lo que nosotros somos. Es normal.

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