VALÈNCIA. Echarse a la mar es el método que mejor revela la vulnerabilidad humana en un planeta cuya superficie es, sobre todo, acuática. Dentro la Tierra es todo roca en movimiento, fuego y metal, pero lo que se ve desde fuera, a vista de satélite, o de hogar en órbita, es un mundo azul del que emergen ínsulas secas. A las mayores de todas, las llamamos continentes. Otras, más pequeñas, son las islas propiamente dichas, y después encontramos también islotes, e incluso islas artificiales. Y plataformas de trabajo. La historia humana —una rama del árbol de la vida seca— es la historia de antecesores que salieron del océano para establecerse en un lugar mejor, y mejor pudo ser más seguro, más cómodo o lo mismo pero dicho de otro modo, menos peligroso. Menos peligroso no es para lanzar las campanas al vuelo, pero es algo, y algo es mucho cuando se tiene poco más que nada.
Ese algo sigue haciendo que nos echemos a la mar, prodigioso y terrible escenario de aventuras y pesadillas, un elemento afín y extraño, sobrecogedor, para el que no sirven ya nuestros cuerpos habituados a caminar. A lo máximo que aspiramos cuando soltamos amarras y dejamos que un motor nos aleje de la costa es a que no pase nada que haga que tengamos que vérnoslas cuerpo a cuerpo con las olas, porque un ser humano a merced del océano es más nada que algo. Por eso es tan necesaria la solidaridad del mar, porque unos cuantos seres humanos chapoteando en el Atlántico, aunque sean cientos, o miles, son un espectáculo patético, pero patético en su primera acepción: que conmueve profundamente o que causa un gran dolor o tristeza. Para cuando quienes chapotean exentos de solidaridad vuelven a sentir la tierra, ya es en las oscuras profundidades del fondo marino, y su tiempo ha terminado. La promesa de la otra tierra seca en la que prosperar, será para el que venga después.