A pesar de su larga vida y prolífica carrera, Carlos Saura nos acaba de dejar con más incógnitas que certezas sobre sus películas. Como reconoce ahora el director de la Filmoteca de Catalunya, Esteve Riambau, quizá el motivo haya que encontrarlo en su reticencia a tomarse en serio su propia obra, que no ha ayudado a propiciar estudios académicos que la reivindicaran. Apostilla el historiador que «los franceses que en su día lo alabaron ya no recuerdan la trilogía sexo-religión-ejército que reprime a la protagonista de Ana y los lobos», seguramente tampoco en España donde esa película, junto con otras como La prima Angélica o Cría cuervos, marcó a la generación que caminaba hacia la transición, oprimida por la carga simbólica que Saura utilizó para sortear la censura en aquella película sobre la represión que ejercía el poder burgués.
Interesado en otras disciplinas artísticas, Saura alcanzó su fama de cineasta críptico gracias al contacto con otros artistas de la denominada «fábrica Querejeta», inclusión que le permitió contar con extraordinarios colaboradores que forjaron en gran medida el reconocimiento de su estilo. En Ana y los lobos volvió a utilizar la música del Misteri d’Elx −la grabación realizada por Óscar Esplá para Hispavox− con el fin de remarcar la espiritualidad ancestral del personaje santurrón que encarnaba Fernando Fernán-Gómez. Ya había utilizado la música en Peppermint Frappé, el trago de algo diferente en el cine español de su momento, alabado incluso por cineastas tan dispares como Kubrick o Almodóvar. La celebrada contribución, como ha refrendado en alguna ocasión Vicente Molina Foix, se debía al compositor Luis de Pablo, conocedor de nuestra Festa, sobre la que había escrito en la revista Triunfo.