VALÈNCIA. A veces le tenemos un apego injustificado a materiales u objetos maltratados por el paso del tiempo. Una estima especial a unos barrotes oxidados que nos recuerdan a los parques de nuestra infancia, una taza preferida para el café de media mañana aunque esté picada y le falte un trozo de la base, el lápiz más usado o esa desgastada y ya descolorida funda del móvil. No es que seamos unos cutres (aunque a veces pueda serlo), y más allá del factor nostálgico los japoneses recurren al término wabi sabi para denominar la devoción por las cosas desgastadas e incluso rotas que denotan el paso del tiempo.
Wabi sabi es la huella, la marca que deja la vida a nuestro alrededor y configura así el aspecto de nuestros objetos cotidianos. Es la visión estética de la belleza de la imperfección, algo muy presente en la sociedad japonesa donde se mezcla y contrasta la modernidad con la vetustos y desgastados elementos naturales.
Arte y filosofía van de la mano en esta corriente nipona que mezcla los antiguos conceptos de naturaleza (wabi) y desgaste (sabi), y puede sintetizarse en que lo más simple, si nos paramos a apreciar su desgaste natural, puede encerrar la mayor belleza. Diversos autores se han aproximado al wabi sabi para trasladárnoslo. Andrew Juniper en su libro El arte de la impermanencia japonés (Ed. Oniro, 2004) afirma que “si un objeto o expresión puede provocar en nosotros una sensación de serena melancolía y anhelo espiritual, entonces dicho objeto puede considerarse wabi sabi”.
En occidente, sin embargo, y cada vez más, las cosas desgastadas por el uso tienden a acarrear connotaciones negativas. Hoy en día es complicado entender términos emocionales difíciles de trasladar, unos valores no tan compartidos por estos lares y que han llevado a corromper y prostituir la esencia del wabi sabi, forzando y fabricando el desgaste de manera artificial.