VALÈNCIA. Siempre empieza de la misma manera: la herencia, el descubrimiento, la adquisición, la mudanza, y en el momento en que un pie se adelanta más allá del umbral, uno empieza a pertenecerse menos a sí mismo para pertenecer más a la casa, que a veces está en el confín de la Tierra y otras en un barrio residencial en el 112 de Ocean Avenue, junto a un lago, en la campiña, en un páramo o en Tres Forques número uno. A veces es una casa, a veces una cabaña y a veces una finca entera, pero la esencia es la misma: lo que debería ser un espacio confortable y seguro, el refugio en el que ponerse a cubierto de las inclemencias de los días, se torna una trampa letal donde lo mejor que nos puede suceder es morir, porque la casa encantada es un moho espectral que se adhiere a sus habitantes hasta recubrir la esperanza por completo para descomponerla en una digestión que puede durar desde un fin de semana, hasta toda la eternidad, porque el propósito último de cualquier casa encantada es hostigar al individuo, asediarlo y constreñirlo como una pitón hasta romper su esencia -sea como sea esta esencia de bondadosa o perversa- en partículas muy pequeñas para asimilarla e incorporarla a su organismo incomprensible que hunde las raíces en el pasado, el presente y el futuro, en el drama familiar, la locura, el amor frustrado o la envidia, en la maldición en la promesa y en el asesinato. En actos terribles que llevan a la demencia a quienes ajenos a la jaula diabólica en que se han metido, ya sometidos, los cometen.
La casa encantada es un mito que nunca pasa de moda: recientemente Netflix ha causado furor con su serie The Haunting of Hill House, una historia donde el laberinto familiar clásico se instala en un caserón que se alimenta de sus miembros más allá de los años; previamente, esa maravilla que es American Horror Story había abierto su programa de temporadas magistrales con Murder House, más de lo mismo, pero a la vez, algo muy nuevo y cautivador. Todavía en Netflix uno puede pasar un mal rato con la argentina Aterrados, una vuelta más de tuerca al género con escenas dignas de mención que no mencionaremos por aquello de los destripes. Buceando un poco más en el catálogo de este videoclub del siglo veintiuno seguro que encontraremos al menos, diez ejemplos más. Ni qué decir en las bibliotecas: ahí la lista es interminable ¿Cómo entonces acercarse una vez más al tema y lograr crear una historia que valga la pena? Se puede, por ejemplo, si se toma la senda que tomó Garrett Cook y que le llevó hasta Un dios de paredes hambrientas -título magnífico-, que gracias a Orciny Press y a la traducción de Hugo Camacho, puede alojarnos también a nosotros durante unos días de lectura que nos harán sentir cosas que luego negaremos ante otros lectores del libro: la idea brillante de Cook, la narración de una historia de casas encantadas solo que desde el punto de vista de la entidad que posee en lugar del de los poseídos, se manifiesta en todo su esplendor en pasajes terribles, y terriblemente sugerentes, que van desde la bestial sodomización de uno de los protagonistas perpetrada en un bosque cósmico por el gran dios Pan, hasta el martirio atemporal de las víctimas de la casa, obligadas a revivir sus peores momentos en ella a voluntad del ser que se ha adueñado de sus existencias, pasando por fascinantes encuentros sexuales necrománticos.