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MATERIAL FUNGIBLE

La voz de Iñaki Gabilondo quince años después

VALÈNCIA. España es la patria del realismo. Nada más español que explicar nuestras miserias, comenzando por el Cid que abre el telón de nuestra tradición con lágrimas en los ojos, desterrado por un rey y camino de Valencia a ganarse el favor real, de nuevo, matando moros y ocupando tierras. Nada más auténticamente nuestro que un ciego estampando a un niño contra la estatua de un toro, mientras el Tormes fluye con su murmullo y los lectores devoran las páginas entre carcajadas. Un cuadro de Murillo. Velázquez. Zurbarán pintando corderos. Goya levantando sombras. Nada más genuino que la inmediata realidad inundándolo todo.

Hace quince años la realidad se coló por los poros y las ondas de este país cuando Iñaki Gabilondo, en el boletín de las ocho de la mañana de Hoy por hoy, dio una noticia funesta, cuya magnitud perduraría a lo largo de muchos años. “Son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Mucha agitación en este momento porque hace unos minutos se han registrado dos explosiones consecutivas en la madrileña estación de Atocha”. En un país acostumbrado a las salvajadas de ETA, a su crueldad infinita y a la arbitrariedad que incrementa esa sensación de vulnerabilidad, la conclusión estaba clara: “Parece que ETA está detrás de esto”.

La concatenación de atentados, la espectacularidad buscada en los secuestros y en los agujeros que dejaban las bombas, las casas-cuartel de la Guardia Civil, los zulos, los autobuses ardiendo o los tiros en la parte vieja de Donostia nos habían acostumbrado a una cosmogonía del horror que nos impedía pensar en un ataque diferente. Antes de Edurne Portela, Gabriela Ybarra, Ramón Saizarbitoria o el todopoderoso Fernando Aramburu, este país había leído a Bernardo Atxaga en El hombre solo, a Juan Madrid en Días contados y poco más.

La yihad sonaba a chiste almodovariano en la boca de María Barranco en una escena de Mujeres al borde de un ataque de nervios. Y como mucho, a documental de Informe Semanal sobre el atentado en 1985 en El Descanso, un restaurante situado en la carretera de Torrejón de Ardoz. El yihadismo era un asunto americano, una imagen espectacular penetrando las torres gemelas de Nueva York o llenando de lucecitas bomba los cielos de Bagdad cuando cae la noche. Era la guerra de otros. La cruz que no nos correspondía.

Un día antes del final de campaña de las elecciones generales de 2004, la violencia se colaba en las pantallas del televisor y el Presidente y el Ministro del Interior se negaban a admitir una verdad que desde los medios extranjeros juzgaban inapelable. En las horas más tristes de nuestro país, en cambio, José María Aznar y Ángel Acebes mintieron para tratar de conservar un poder que se les iba a escapar, por sorpresa, tres días después. Mintieron, creyendo retrasar la verdad hasta que los españoles hubieran depositado sus votos en las urnas. Llamaron miserables a quien dijera una cosa distinta a la que decían ellos. Urdieron una teoría de la conspiración, propagada por Pedro J. Ramírez durante años en la que insistían en la autoría de ETA, porque la violencia etarra había consolidado ya un relato sin fisuras que convocaba a la unidad y desactivaba toda crítica.

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