En unas ya antiguas reflexiones Eugene Kamenka apuntó que los mitos explican mucho más sobre quienes los mantienen que sobre ellos mismos. Un magnífico ejemplo es la fe en las infraestructuras de transporte como varita mágica del progreso profesada por parte de algunos valencianos. Es una fe casi centenaria y es, además, una creencia que no se modera por más que nunca en el pasado, y no será diferente en el futuro, haya dado los frutos prometidos.
Los hechos son tozudos; sin negar la importancia del transporte, está lejos de haberse demostrado que éste sea condición necesaria y suficiente para el progreso de una economía. Una realidad que no cambia por muchas bravatas del tipo “Tomad las llaves, venid y gobernad vosotros” de los oficiantes de esta nueva religión, sin representatividad ninguna, por otro lado, para ofrecer a nadie el gobierno de los valencianos. Ahora, eso sí, ya tenemos pacificados a los lobbies empresariales con un corredor sin presupuesto ni calendario.
Una fe interesada
El origen de esta fe, como se acaba de indicar, es antiguo. En 1855 se iniciaba en España una gigantesca burbuja especulativa con la construcción de la red ferroviaria. Pero una década antes ya se había planteado la primera de las muchas iniciativas para erigir el trazado directo, por Cuenca, entre Valencia y Madrid. Un proyecto nunca llevado a la práctica por su falta de rentabilidad. Solo el despilfarro del AVE, antecedente de la batalla entre corredores que padecemos, lo hizo realidad.
Conviene recordar los excesos del costosísimo AVE. España es hoy el país con una red de alta velocidad más extensa respecto a su población. Pero su intensidad de tráfico no alcanza el tercio de la francesa ni la mitad de la alemana según la International Union of Railways. De la rentabilidad de la inversión nadie ha dicho una palabra. ¿La razón?: es inexistente.