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‘La puerta en el muro’, por qué pasamos de largo, de HG Wells

VALÈNCIA. Vivir, vivimos en condicional, jurándonos lo que haríamos si ocurriese esto u ocurriese aquello, ni siquiera esperando, solo calculando toscamente la fantasía, un poco desanimados, bastante cansados, y sí, también un algo resignados, claro, porque madurar, aunque esto pueda chirriar, o ser amargo, tiene mucho de aprender resignarse: es eso, o el trastorno, pues en la mayoría de ocasiones, los planes no salen acorde al plan. Si la máquina para comprobar los boletos me pidiese que pasase por la ventanilla, si encontrase algo muy valioso tirado en la calle, si heredase por sorpresa y sin dolor, si alguien, yo qué sé, me regalase una vida solucionada porque sí, entonces seguro que apostaba por lo que siempre he deseado, entonces seguro que lo conseguiría, porque el problema es que tengo que vender tiempo que me queda por dinero. Vivimos en condicional esperando una oportunidad que nos permita ir de aquí —nuestra vida—, hasta allí —la vida que queremos—. Un acceso, un pasadizo, y sobre todo, un atajo. Madurar es aceptar también que hacer cansa, ser conscientes de la rueda en la que corremos como hámsteres: madurar es no ser demasiado duro con uno mismo cuando surge la oportunidad pero faltan las ganas. Probablemente no haya nada más penosamente trágico que el cansancio, el cansancio que nos define como sociedad, junto al estrés y la depresión. Cuesta mucho no martirizarse por no tener ganas de concluir un proyecto a medias: por lo general, los proyectos se quedan a medias. Es difícil gestionar la insatisfacción tras un día en el sofá viendo las series pasar, aunque esas horas hayan sido perfectamente relajantes. No habremos aprovechado el día como deberíamos, y ese día ya no está. Y en seguida es lunes. Y otra semana más. Buf.

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