El del cómo encajaría nuestro mundo el asistir a un acontecimiento que por fin nos abriese las puertas a los auténticos dominios del universo es un género en sí mismo que interesa, y mucho: editoriales y nuevas plataformas de contenidos están apostando fuerte por estas historias que no prestan tanta atención al origen del suceso en sí como a sus consecuencias, a la forma en que lo inesperado -e incomprensible en principio- subvierte la realidad. De estas historias, las que a uno le resultan más atractivas son aquellas en que el suceso se asienta y más allá del asombro inicial y del acercamiento curioso y prudente de una humanidad científica, al final todo queda en un nuevo paisaje al que acostumbrarse, pero nada más. Hay más, claro, pero no es un algo espectacular, no es una flota sedienta de recursos y guerra interplanetaria, tampoco un cataclismo que manda al éxodo espacial a los más necesarios o mejor relacionados de nuestra especie ni un ser recién llegado portador de una gran revelación: lo que hay es un enigma cuya resolución discurre en segundo plano porque en el primero se encuentra la visión costumbrista de una sociedad que se ve obligada a asimilar -y que de hecho acaba asimilando con cierta facilidad- hasta lo más extraño, porque lo extraño deja de serlo en cuanto lo incluimos en la rutina de nuestras vidas, lo entendamos o no. Nuestros rutinarios y aburridos GPS funcionan porque tienen en cuenta que el tiempo va más lento a ras de suelo que a la altura a la que se encuentran los satélites por efecto de la gravedad de la Tierra. De hecho, no hace falta subir tanto: el tiempo es distinto en nuestra cabeza que en nuestros pies.
Quien más y quien menos se ha planteado una y un millón de veces como reaccionaría si los telediarios anunciasen que hemos encontrado vida fuera de nuestro planeta: hace años la premisa siempre incluía seres inteligentes, y si no, al menos visibles, de nuestro tamaño, pero tal y como enfoca actualmente el asunto la ciencia, parece más probable que un buen día -será bueno, sin duda, buenísimo- una misión encuentre trazas de vida microscópica en las nubes de vapor de los monstruosos géiseres de Encélado. Que hay más vida ahí fuera además de la terrestre, a estas alturas de lo que sabemos sobre las dimensiones del universo, parece una obviedad. ¿Qué pasaría sin embargo si a lo que asistiésemos fuese a un fenómeno cósmico para el cual no tuviésemos explicación y el cual ni siquiera pudiésemos atribuírselo a un ser vivo tal y como los entendemos, por muchas sospechas que albergásemos? ¿Y qué pasaría si el fenómeno no nos agrediese y sencillamente modificase el aspecto de nuestro pueblo y a lo sumo, algunos de sus hábitos? Guillem López es un escritor con recursos que no tiene miedo a explorar nuevos escenarios en el terreno de la ficción especulativa en el que hasta ahora principalmente le hemos leído: del realismo fantástico -que nadie eleve una ceja: en realidad se entiende bien a que nos referimos con esa etiqueta- de Challenger al guillempunk de El último sueño, pasando por el laberíntico horror cuántico de Arañas de Marte, el de Castellón ha sabido concretar sus ideas en historias de libro ejecutadas en distintos registros en función de lo que pidiese cada relato. Esto le ha valido, como sabrá el aficionado al género o a esta sección de Valencia Plaza que es La librería, un buen número de reconocimientos y la posibilidad de publicar de forma recurrente en distintos sellos.