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La nave de los locos

El cuento republicano

  • Felipe VI visita una muestra sobre el legado de Manuel Azaña. Foto: EFE/ Mariscal POOL

De joven se cometen imprudencias y se incurre en alguna extravagancia. Hace un siglo, cuando tenía poco más de veinte años, me dio por leer a don Manuel Azaña. Me empapé de su obra. En mi biblioteca conservo los ensayos y los discursos publicados por Alianza Editorial y prologados por Federico Jiménez Losantos; las memorias políticas de Mondadori, completadas con los cuadernos robados por el franquismo; El jardín de los frailes y La velada en Benicarló. Mi admiración por el intelectual madrileño me llevó a pasear por la calle de la Imagen en Alcalá de Henares, donde nació en 1880. 

Con todas aquellas lecturas de mi primera juventud escribí un ensayo breve, La tragedia de Manuel Azaña, que la temeridad de aquellos años mozos hizo que leyera como conferencia en Albacete y Madrid. 

El rey, junto a Carmen Calvo y Meritxell Batet. Foto: EFE/MARISCAL POOL

La admiración por el presidente de la II República fue templándose a medida que fui conociendo la cara menos amable del político sectario que contribuyó, aunque en menor medida que otros dirigentes, a ahondar la división del país. Como jefe de Gobierno fracasó en la solución de los cuatro problemas que arrastraba España: el territorial, el militar, el religioso y el social. 

Escritor sin lectores y Mussolini español

Este escritor sin lectores según Unamuno creyó que España podía gobernarse como el Ateneo de Madrid. Se equivocó en el ritmo y la ambición de las reformas para un país  aún no preparado para ellas. No éramos Francia. Miró a España con los ojos de un intelectual que se conduce bajo el influjo de los ideales e ignora la terca realidad. Su soberbia y autoritarismo —Giménez Caballero vio en él al Mussolini español— le impidieron reconocer la legitimidad de la derecha como alternativa de gobierno. La República era él. Todo aquel que le contradecía era incompatible con el régimen del 14 de abril. 

El Azaña que ha conocido los horrores de la guerra civil, el que se siente prisionero de Companys y denuncia la traición de los nacionalistas, el que pronuncia el memorable discurso Paz, piedad, perdón, arrepentido de haber azuzado la discordia entre sus compatriotas, es el Azaña con el que me quedo. Nadie puede dudar de su patriotismo,  por encima de todo. Este patriotismo, junto a su hondura intelectual, lo separa de los gobernantes iletrados que reivindican su legado. 

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