Cientos de jóvenes se autolesionan o matan estos días y ya nadie atiende otro tema en los corrillos o en los medios. Un colega jubilado me cuenta de alguien deprimido “de verdad”, en una tertulia de madres oigo dudas sobre el “contagio” del suicidio en las redes y me siento un poco asqueada de que los falsos mitos sobre el tema circulen todavía. Una amiga me dice que los médicos no explicamos a fondo las cosas y admito que sí, que las damos por sabidas, que se sorprende una de oírse decir una y otra vez lo mismo pero no deberíamos cansarnos de hacer pedagogía: no hay depresiones de verdad y mentira, no se induce al suicida por hablar de ello y nadie se autolesiona para llamar la atención o, en cualquier caso, será una forma enfermiza de pedir ayuda que habrá que rehabilitar. La información veraz sobre este tema sigue haciendo mucha falta y la red sanitaria, que sólo ha pasado de miserable a pobre desde la pandemia, está claro que no llegará a tiempo para absorber el impacto.
Pero un chaval que llega a un box de urgencias lo hace por el fracaso de los primeros filtros: la familia, los amigos, la escuela. Parece claro que habrá que acercarse a los jóvenes desde ese primer nivel, el que tenemos a mano. Los adultos tendremos que mirar desde ahí la boca del volcán, desde una mesa de cocina (sin tele, sin móviles), desde la charla en el coche o en una tutoría, donde debimos habernos quedado y parece que nos hemos ido. ¿Escuchamos a nuestros jóvenes?, ¿nos escuchamos acaso a nosotros mismos? Nos hemos hartado de señalarles, les hemos mimado y ahora nos atrevemos a llamarles generación de cristal, les hemos vendido el fin del mundo y ahora nos asombra que se maten, que se mutilen, que exijan otro cuerpo u otra vida, que rabien de dolor antes de que hayamos entendido nosotros el nuestro. Antes de entonar el mea culpa por la confusión y el vacío que dejamos como legado, ¿somos un buen ancestro?
Cuando escucho el recelo de que el me too de la salud mental les haya provocado un efecto contagio me suena a los criticones de libros que alzan su voz antes de haber leído el libro, ¿alguien ha leído a los adolescentes?, ¿quién sabe hacerlo? Tenemos un vago recuerdo de quienes fuimos a esa edad y nos parecemos extraños. Quizá recordemos el estilo dramático, polarizado, la confusión y la tembladera, la dependencia de nuestros iguales, la inclinación al riesgo y el ansia de confrontar a los padres. Todo ello se parece mucho a la sociedad que nos hemos dado, el descrédito del experto o el anciano, el estilo de comunicación vociferante y poco matizado, el todo o nada que predomina en nuestra dieta basura de pensamiento, la idolatría de la imagen, la fama y el éxito. El yo, y yo, y yo.
En un ecosistema adolescente, los adolescentes se ahogan, ¿cómo puede ser esto? Lo único que me viene a la cabeza es Foster Wallace, un brillante suicida y escritor que captaba como nadie el idioma posmoderno que hablamos sin advertirlo, el que abunda en “el sarcasmo ꟷescribíaꟷ, el cinismo, un ennui permanente, recelo de toda autoridad, recelo de toda restricción al comportamiento y una terrible tendencia a hacer diagnósticos irónicos de lo que nos desagrada, en vez de la ambición no solo de diagnosticar y ridiculizar, sino de solucionar”. Los boomers iniciamos este estilo, los jóvenes de hoy parece que lo han perfeccionado.
Roman Krznaric, en su ensayo El buen antepasado, enseña a pensar a largo plazo en un mundo cortoplacista y a desarrollar una mentalidad de legado. Me tengo que remontar a mis padres y abuelos para dar con un buen antepasado y parece que los jóvenes de hoy llegan cuando la fiesta está acabada. A nosotros no nos vendían el fin del mundo, Krznaric llama colonialismo de futuro a lo que hemos hecho: se lo hemos dejado esquilmado, un futuro sin habitantes al que los arrojamos junto a nuestros residuos, nuestra poca fe, nuestro abatimiento. Nosotros, sin embargo, pudimos fantasear con un futuro goloso a pesar de no haber peleado nuestros derechos, un futuro que hemos habitado y expoliado. La meritocracia aún era creíble. Nos llamaron promesa, nos llegó lo prometido. A ellos, sin embargo, no les hemos dejado ni el corazón de la manzana. Entonces no nos acechaba la dificultad para escuchar y el mandato del corto plazo, el narcisismo como camisa de fuerza y el ahora como mandato. No había un mundo digital que nos devorase la atención y el alma.
Busco un antepasado que me inspire. Como estoy desentrenada y sobreexpuesta a mi ego, no puedo pensar en mi bisabuelo ni en mis nietos y me asomo a mi yo adolescente, mi ancestro. Dejó un legado, hizo de puente hasta aquí, así que le debo un poco de atención, un pequeño homenaje. Me enseñará a descifrar a mi hija quinceañera así que abro uno de mis diarios, el de los quince, y voy a mi encuentro. Pero la empatía con aquella criatura es tan difícil como esperaba. No me caigo nada bien, en diez minutos se me cae la lectura: soflamas encendidas entre dibujos de Snoopy, dramas irreversibles, frases afectadas, giros trágicos, por momentos parezco una copia mala de Cumbres Borrascosas.
Es muy difícil conectar este antepasado con la que soy y, sin embargo, compartimos color de pelo, hombros pecosos, manías, despistes, contradicciones, amor por la vida. El mismo cuerpo que se asentaba entonces y ofrecía cambios terribles. Al cierre del cuaderno he dibujado una esquela a doble página y he rallado los bordes con boli negro; mi nombre figura en el centro. No recuerdo haber tenido nunca ideas ni planes suicidas, pero sé que me mataba a diario: si engordaba un kilo, me moría, si no aprobaba las mates, me moría, si no me miraba el guapo de segundo, me moría (y si me miraba, me moría también). Era una adolescente cualquiera, uno de tantos seres frágiles, en transición, desposeídos, personas por hacer que juguetean con la muerte en la mente o en el riesgo, la sola idea de tener ese súper poder los calma, les invita a imaginarse lejos de la infancia, dueños de su vida, soberanos. O lejos de la soledad, de la violencia. Del dolor. Hay un espectro enorme que va desde el dolor reactivo a la enfermedad mental; en los que se deprimen, se bloquean, fracasan o sufren bullying ese súper poder puede ser un gatillo muy fácil.
La vida en crudo, sin aditivos, se presenta por primera vez en esos años y habrá que apañárselas para estar ahí, no sólo dándoles abrigo, comida y un techo. Enseñarles que fuimos ellos, que aprendimos a reírnos de nosotros mismos. Tener abierto ese canal, como la emisora S.O.S. de los barcos. Que nos tengan cerca, disponibles, no para frivolizar con lo que les hace sufrir ni para darles instrucciones o falsas garantías. Sólo tranquilos y a la espera, conectados con lo que estamos sintiendo mientras se escucha, haciéndoles creer que confiamos en ellos. Que nos gusta el mundo al que se dirigen y que puede ser mejorado. Que pueden ser estupendos ancestros.