Asturias está dividida sobre la conveniencia de declarar oficial el bable. Si así fuera, sería obligatorio en la enseñanza y la Administración. Con el pretexto de defender una lengua minoritaria, otra comunidad autónoma elevará una barrera para los que quieran trabajar en su territorio. Sólo falta que Aragón le siga los pasos. España, poco a poco, va camino de ser un país medieval
VALÈNCIA. Andan revueltas las aguas en Asturias a cuenta del bable. La izquierda en el Principado quiere reformar el Estatuto para que el asturiano sea cooficial con el castellano. El PP y Ciudadanos se oponen. Y el Foro de Álvarez-Cascos se lo piensa. En Asturias se vive una batalla lingüística, otra más, espoleada por los partidos que ya tienen la vista puesta en las elecciones autonómicas. A falta de políticas que mejoren las condiciones de vida de los trabajadores, la izquierda se entretiene con el juguetito de lo identitario y cree, equivocadamente, que puede ganarle esta partida al nacionalismo. Cuando la izquierda se hace nacionalista, sus votantes naturales huyen. Sobran ejemplos para confirmarlo: observad la irremediable decadencia del PSC en Cataluña.
Con su cambio de postura a favor de la cooficialidad del asturiano, los socialistas de aquella Comunidad —con excepciones como la del presidente regional Javier Fernández— allanan el camino para que el bable sea obligatorio en la enseñanza y un requisito o mérito para trabajar en la Administración local, provincial y autonómica. En la próxima legislatura, de existir una mayoría parlamentaria cualificada, el Estatuto asturiano se reformará para incorporar la cooficialidad del bable. A tal fin están presionando diferentes entidades culturales, generosamente subvencionadas con dinero público. Esto no nos extrañará en la Comunidad Valenciana.
Si la cooficialidad del asturiano sale adelante y Aragón le sigue los pasos con el aragonés, las comunidades bilingües representarán casi la mitad del territorio nacional. Cataluña, País Vasco, Navarra, Baleares, Galicia, Comunidad Valenciana… En la práctica, ¿qué significa esto? En primer lugar, un reforzamiento de los nacionalismos periféricos y, por consiguiente, un debilitamiento de la unidad del país. Aunque se niegue, la potenciación de las lenguas vernáculas persigue, en la mayoría de los casos, la construcción de una conciencia nacional. Eso va además en detrimento del castellano, la lengua común de todos los españoles. La promoción de las lenguas regionales, en teoría una aspiración loable, se ha convertido, en la práctica, en un instrumento ideológico al servicio de la causa nacionalista o separatista.
Pero, además de alimentar la ambición de los nacionalismos, la extensión de la cooficialidad de idiomas minoritarios como el asturiano, chapurreado por sólo un 15% de la población, y de la fabla aragonesa torpedea el mercado laboral porque limita las posibilidades de trabajo de los ciudadanos de regiones castellanoparlantes. Las barreras lingüísticas devienen en barreras sociales. El derecho a la diferencia se transforma en una diferencia de derechos.
No hablamos de banderas, ni de patrias, ni de himnos; hablamos de que un español, con independencia de su lugar de nacimiento, puedo trabajar en todo el país
Así, un vecino de Tomelloso siempre tendrá menos posibilidades de ganarse la vida en su país que uno de Granollers. En teoría, el vecino de Tomelloso puede presentarse a una oposición en Cataluña pero sabemos que el requisito lingüístico lo disuadirá. Este problema no se le presenta al ciudadano de Granollers si oposita en Ciudad Real. Y sin embargo los dos pagan sus impuestos. Y ambos tendrán problemas si buscan trabajo en Santiago de Compostela o Bilbao.
El pluralismo lingüístico mal entendido acaba perjudicando a todos, a unos en mayor medida que a otros. No hablamos de banderas, ni de patrias, ni de himnos; hablamos de expectativas y proyectos de vida, a menudo frustrados; hablamos de que un español, con independencia de su lugar de nacimiento, pueda trabajar en todo el país, en su país. Sin barreras, sin cortapisas. Esto es hoy una quimera, a menos que se busque un empleo subalterno. Es cierto que para limpiar retretes o pasear al abuelo con demencia no se necesita un C1 en catalán o euskera.
Lo identitario (¿hay algo más estúpido y reaccionario que la defensa de una identidad colectiva?) ha calado en gran parte de los jóvenes de las comunidades bilingües. Por tanto, este proceso carece de marcha atrás. Al contrario, se agravará en los próximos años. Veremos tal vez cómo los murcianos convierten en obligatorio el estudio del panocho en las escuelas y los institutos. Parece una broma de mal gusto pero es verosímil a la vista de la deriva de un Estado autonómico que, lejos de cohesionar el Estado, ha avivado las tensiones territoriales.
Y así España se va pareciendo, poco a poco, a un país medieval, dividido en unos reinos conocidos hoy por comunidades autónomas, cada una de las cuales tiene sus leyes, su parlamento o Cortes, su cuerpo de funcionarios, sus usos y costumbres. Por suerte compartimos aún una moneda impuesta y no hay planes de establecer aduanas, al menos de momento, entre comunidades autónomas.
En esta España medieval, ineficiente y cansada de sí misma, la igualdad entre ciudadanos es inexistente. Se perpetúan los privilegios de las élites en sus territorios. Es obsceno, por ejemplo, que comunidades como la vasca y la navarra no contribuyan sostenimiento fiscal del Estado. Hay trabas a la libertad de circulación de trabajadores, como quedó dicho, y también a la unidad de mercado. Curiosa paradoja. Nunca se ha hablado tanto de igualdad, bellísima palabra que siempre sale de los labios de Pedro el Hermoso y del propietario Pablo Iglesias, pero del vecino de Tomelloso, de ese hombre casi condenado a trabajar en Castilla-La Mancha, nadie se acuerda. Es tan pobre que sólo habla español.
Son torpes, inmorales, mentirosos y no muy trabajadores. Pero además algunos de nuestros gobernantes son unos zoquetes. No saben hablar ni escribir. La tienen tomada con el diccionario, por el que no sienten respeto. Hoy, cualquier analfabeto puede llegar a ser ministro