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LA PANTALLA GLOBAL

Una Jackie Kennedy como nunca antes se había visto en el cine

El chileno Pablo Larraín se desmarca del biopic tradicional para ofrecer un complejo retrato sustentado en la interpretación de Natalie Portman

10/02/2017 - 

VALENCIA. La próxima semana llega a las pantallas españolas Jackie, una película que pone el foco sobre la exprimera dama estadounidense Jacqueline Kennedy y se centra en los días inmediatamente posteriores al asesinato de JFK, en Dallas, el 22 de noviembre del año 1963. El film podría proporcionar su segundo Oscar a Natalie Portman, que ya lo ganó en 2010, por su papel en Cisne negro (Black Swan, Darren Aronofsky), y que aquí se mete de manera convincente en la piel de un personaje particularmente complicado, inicialmente destinado a Rachel Weisz, pareja sentimental de Aronofsky. La ruptura entre la actriz y el director congeló el proyecto, que al final, y ya con Portman en el lugar de Weisz, acabó yendo a parar a manos de Pablo Larraín. Una decisión arriesgada, teniendo en cuenta la trayectoria del chileno, pero que a la vista de los resultados se antoja plenamente acertada.

Porque Jackie es una película muy diferente en algunos aspectos al cine anterior de Larraín, pero consecuente con él en muchos otros. Entre los primeros, el más evidente es que se trata de un film de encargo. Hasta ahora, el chileno había escogido personalmente sus proyectos, e incluso se había responsabilizado del guión en varios, como su opera prima, Fuga (2006), el soberbio díptico formado por Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010) o El club (2015). En No (2012) se ciñó al libreto de Pedro Periano que adaptaba la obra teatral de Antonio Skármeta, mientras que en Neruda (2016) dejó la escritura en manos de Guillermo Calderón (Violeta se fue a los cielos, 2011), con quien ya había colaborado en El club. En el caso de Jackie, sin embargo, el guión es de Noah Oppenheim, cuyos créditos previos no invitaban al optimismo: El corredor del laberinto (The Maze Runner, Wes Ball, 2014) y La serie Divergente: Leal – 1ª parte (Allegiant, Roger Schwentke, 2016). A priori, parecía poco probable que fuera a ser capaz de sacar partido a la viuda de Kennedy.

Además, Larraín no había trabajado todavía en Estados Unidos, y Jackie es su primera película en inglés y con estrellas (John Hurt, Greta Gerwig). Suponía asumir un riesgo del que otros directores latinoamericanos han salido escarmentados. El sistema de producción de Hollywood se rige por códigos muy férreos, que a menudo entran en conflicto con las aspiraciones artísticas de cineastas que acaban por perder el control sobre su obra. Que Fábula, la productora de Larraín y su hermano, se haya involucrado activamente en el proyecto (finalmente, una coproducción entre Chile y Estados Unidos) ha sido una garantía para preservar sus intereses, y la película dista de ser el tradicional biopic al uso. En realidad, ni siquiera sería del todo correcto categorizarla como tal, ya que no se articula a partir del habitual recorrido biográfico, sino que, como ya se ha apuntado, se detiene en detalle en unos pocos días, los inmediatamente posteriores al asesinato de JFK.

Realidad y ficción

En ese sentido, se podría trazar una línea sutil que relaciona Jackie con Last Days (2005), la recreación que hizo Gus Van Sant de los últimos días de Kurt Cobain. En ambos casos se trata de películas marcadas por la muerte. En una, recién ocurrida, es el origen de lo que sucede; en otra, a punto de producirse, será el desenlace de lo narrado previamente. Las dos presentan también personajes ensimismados, en un entorno que les sobrepasa. Y, sobre todo, son films que superan su condición de biopics para convertirse en indagaciones emocionales de los personajes a los que retratan. Eso sí, mientras Gus Van Sant sigue a Michael Pitt desde detrás, a base de largos planos-secuencia, Larraín utiliza un recurso similar, pero con la cámara en el otro lado, enfrentando a Natalie Portman desde delante, vagando con ella por los pasillos y estancias fantasmales de una Casa Blanca que se empeñó en redecorar y ahora es una cáscara vacía, sin vida en su interior.

Esa perspectiva, que sitúa a la actriz en el centro de la historia casi de manera permanente, forma parte de una estrategia en la que todo orbita alrededor del rostro de la Portman. Si la cita de Last Days parecerá descabellada a más de uno, ese escrutinio a que se someten las emociones de la protagonista, a base de primeros planos en los que el espectador accede a sus convulsiones interiores mediante la gestualidad de la cara, remite inevitablemente a la Maria Falconetti de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, Carl T. Dreyer, 1928). Como bien ha observado Jay Ruud, a diferencia de Dreyer, Larraín no pretende convertir a Jackie Kennedy en una mártir o una santa, aunque su imagen recogiendo en los brazos a JFK tras el disparo mortal evoca una pietà, lo que enlazaría con su condición simbólica de virgen, a la que ella misma alude de algún modo cuando comenta a un reportero que no existía una relación sexual con su marido. En ese contexto, se carga también de significado el momento en que Larraín muestra a Jackie cantando Cumpleaños feliz a uno de sus hijos, en una escena que contiene resonancias inequívocas de aquel otro Cumpleaños feliz que interpretó Marilyn Monroe para el presidente.

Hay muchas cosas en Jackie que Larraín no había hecho antes, pero otras con las que estaba sobradamente familiarizado. No es, por ejemplo, la primera vez que se enfrenta con un personaje histórico de relevancia. En Neruda ya demostró que otro modelo de biopic es posible, ofreciendo una mirada sobre el Nobel de Literatura chileno que no solo mostraba las luces y sombras del escritor, sino que reflexionaba sobre el acto mismo de la creación artística. Por otra parte, se trata de un cineasta en permanente diálogo con la historia, que se ha caracterizado por indagar en el oscuro periodo de la dictadura de Pinochet con películas como Tony Manero, Post Mortem o No, y que esta vez se enfrenta a una cultura diferente, motivo por el que quizá su bisturí entra con más cautela (la comparación no es gratuita: tanto en Post Mortem como en Jackie hay una autopsia), pero sin que la mano tiemble.

Estilo propio

Si en No Larraín utilizó una textura de imagen y un formato de pantalla que remitían directamente a la época que estaba recreando, en Jackie hay secuencias en las que sería difícil dilucidar si el espectador se encuentra ante material de archivo o de ficción. El chileno pone siempre la cámara al servicio de la idea, de ahí que en sus películas discurso y forma sean inseparables. Otro ejemplo es la modélica reconstrucción del reportaje televisivo en blanco y negro sobre las estancias de la Casa Blanca. Si en Last Days (por retomar el paralelismo), Van Sant propone una evocación poética del personaje que retrata, Larraín prefiere bucear en los hechos reales y mostrarlos bajo su prisma personal. La inspiración, en este caso, procede de una entrevista que sirve para articular la historia y dar paso a determinados hechos del pasao. Se trata de una conversación real que Jacqueline Kennedy mantuvo con Arthur M. Schlesinger, un historiador amigo que había tenido un cargo de asesor especial de JFK.

La charla salió a la luz en 2011, con permiso expreso de la familia, para conmemorar el 50 aniversario de la presidencia de Kennedy, pero se había producido a principios de 1964, solo unas semanas después del magnicidio. Su difusión contribuyó a cambiar la imagen ingenua de la primera dama que se había impuesto hasta entonces. Quedaron al descubierto, por ejemplo, su clasismo y su lengua venenosa (insultaba, entre otros, a Martin Luther King o Charles De Gaulle). Pero fue otra entrevista tras la muerte del presidente, la concedida a Teddy White, de la revista Life, la que perpetuó un mito que Larraín no solo ha conservado, sino que ha elegido para cerrar la película: El de Camelot. Según recogió Yolanda Monge en un artículo de 2013, Jackie le dijo al periodista: “Hay algo que le quiero contar. No dejo de pensar en una estrofa de ese musical, se ha convertido en una obsesión para mí”. Y le confesó que la canción favorita de JFK era el final del famoso musical de Broadway, llevado al cine en 1967 por Joshua Logan: “No olvidemos/Que una vez existió un lugar/Que durante un breve pero brillante momento fue conocido como Camelot”.

“Nunca volverá a haber otro Camelot”, comentó la viuda. “Habrá otros grandes presidentes, pero jamás volverá a haber otro Camelot”, haciendo referencia al universo de ficción de la película, donde la Mesa Redonda del rey Arturo era el símbolo de un mundo sin esquinas ni fronteras entre las naciones. En la película, mientras suena la canción, Jackie observa desde el vehículo que la conduce por las calles de la ciudad cómo los maniquíes inspirados en su figura y estilo son instalados en los escaparates de las tiendas de moda. La tragedia alimenta el mito, y ella deja de pertenecerse a sí misma para pertenecer a la historia. Una reflexión que obedece a la intención de Larraín de “meterse en su mundo y sus circunstancias”, tal como explicó cuando la película se estrenó en el Festival de Venecia (donde ganó el premio al mejor guión). “Al final tampoco sabes quién es ella, porque eso resulta imposible”, añadía. “Jackie es una colección de momentos, sigue una lógica emocional más que cronológica, es una ficción creada desde la intimidad de lo privado que no intenta explicar quién fue sino acercarse a una narración emocional que nos permita estar dentro de ella”. Y lo consigue. Vaya si lo consigue.

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