Hace cinco años, en las elecciones europeas de 2014, un partido casi desconocido, montado con retales alrededor de un tertuliano (cuya cara iba en la papeleta), dio la gran sorpresa al sacar más de un millón de votos y cinco actas. Aunque son unas elecciones idóneas para que los electores den un golpe en la mesa, por no haber nada significativo en juego ni la trampa del voto útil, algo así nunca había ocurrido, al menos desde los dos escaños de la Agrupación Ruiz-Mateos en 1989. La extraordinaria solidez del sistema político español, bipartidista de facto durante casi 30 años, estallaba por los aires.
En esta convocatoria, no parece que vaya a saltar ninguna sorpresa en la izquierda. Más bien, constituye en toda Europa una gran oportunidad para la ultraderecha y los euroescépticos, que subirán bastante. También en España: Vox llega a estas elecciones siendo ya conocido, sin las cortapisas del voto útil que pudieron lastrarle en las generales, y sin otras preocupaciones de por medio. Son las elecciones perfectas para manifestar un cabreo sin que esto tenga consecuencias inmediatas, ya que nadie sabe muy bien para qué sirve el Parlamento Europeo, razón que explica la baja participación tradicional en estas elecciones (cosa que tampoco afecta al sentimiento europeo: España es el más euro-entusiasta de todos los países grandes, una herencia de nuestra larga dictadura donde “Europa” era sinónimo de todo lo que queríamos ser y no éramos). Pero para Vox esta es la gran oportunidad de venderse como “el futuro” si logran subir con respecto a las generales. Doble oportunidad si además son el único partido de la derecha nacional que crece.
En Estrasburgo, Vox seguramente iría al Grupo Europa de la Libertad y la Democracia Directa, donde están los partidos con los que más afinidad ha mostrado: el UKIP británico, el AfD alemán, la Lega Norte, o el Frente Nacional francés. Un grupo heterogéneo que pese al pomposo nombre del grupo parlamentario suelen ser calificados en conjunto como “euroescépticos”. Más allá de esta etiqueta, tampoco se puede decir qué es lo que mantiene unidos a partidos en el fondo bastante diversos. Estudiando los fascismos de los años 30 (por mencionar un ejemplo que todos conocemos, ¡no saquen conclusiones precipitadas!) se pueden ver enormes diferencias programáticas y de objetivos entre ellos, hasta el punto de que en 1938 Gran Bretaña todavía pensaba que era perfectamente factible dividir y enfrentar a Italia y Alemania. El que lucharan juntos en la Segunda Guerra Mundial los ha convertido en un bloque monolítico que realmente solo es tal en retrospectiva. Las características de los euroescépticos por su parte son tan líquidas que Mateo Salvini hace unos meses llevaba camisetas con la estelada y ahora se intercambia piropos en Twitter con Santiago Abascal.
Quizás la característica más común es, precisamente, que los euroescépticos tienen por encima de todo agendas locales (en el caso del fondo de armario de Salvini, sin duda jugaron un papel las pulsiones independentistas de su partido, la Lega Nord), y es a esas a las que se subordina todo. “Multiculturalidad impuesta”, normativas anticontaminación que implican ataques a los “derechos de los coches”, ataques “a nuestro modo de vida”,... Un abanico de críticas muy genéricas a cosas que no gustan, donde se puede contentar a mucha gente con facilidad: la enorme diversidad de una unión de 500 millones de habitantes prácticamente garantiza intensos politiqueos que producirán decisiones muy desdibujadas. Frenar a esta maquinaria es imposible, y lo que hacen los euroescépticos es ejercer el derecho al pataleo para ganar puntos que luego usarán para sus agendas locales.
En el caso de Vox, la pataleta principal irá dirigida contra un Tribunal Europeo de Derechos Humanos que puede enmendarle al Tribunal Supremo en el caso del juicio por rebelión y sedición en Cataluña (como ya lo han hecho varios tribunales regionales, negándose a extraditar a los fugados en los términos de la Fiscalía). Este juicio, donde el partido se ha personado como acusación particular, es uno de los pilares del crecimiento de Vox y conecta con la narrativa política de las derechas españolas del último año y medio: que lo que ha pasado en Cataluña es una rebelión gravísima sin precedentes que amenazaba por enésima vez con romper España. Si este discurso resulta desautorizado por el TEDH, solo Abascal estará en disposición de ir hasta el final y llegar a un enfrentamiento abierto con las instituciones europeas. Lejos quedan los días en que el gobierno de Rajoy liberó a decenas de presos por la anulación de la Doctrina Parot con gran revuelo pero sin aparente coste político. Hoy no sería posible.
Vox comparte una característica con el Podemos primigenio: todo se subordina a los intereses “nacionales”. Tras dar la campanada en 2014, Podemos renunció a ir a las elecciones municipales con sus siglas para evitar desgastes y escándalos, fiándolo todo a las elecciones generales. Pero estas tardaron año y medio, suficiente para las primeras grietas. Vox ha tenido más suerte con los tiempos: de su campanada en las andaluzas de diciembre hasta las generales solo pasaron cinco meses. Aún no hay grietas en el monolito verde... y en cambio las empieza a haber en el antaño monolito azul, donde se debaten entre seguirle el juego a Vox u oponerse. Esa es ahora la principal diferencia entre ambos: en Vox no tienen dudas, saben exactamente qué es lo que quieren, y están determinados a lograrlo. La voluntad, no las ideas, es su motor. En esto, hay que decir, sí que se diferencian claramente del Podemos primigenio.
Carlos Jenal es analista político