VALÈNCIA. Que en el terreno audiovisual vivimos en la era del remake es un hecho. Bueno, llámale remake, lo que viene siendo hacer nueva versión de una película anterior, o llámale reboot, relanzar de nuevo una historia, aunque a veces sea indistinguible del remake (verbigracia, los innumerables Spiderman que en el mundo han sido), y, si no, secuela, recreación, spin off (construir una ficción a partir de uno o varios personajes de otra), precuela, adaptación... En fin, vamos a llamarle falta de ideas, que es de lo que se trata. El reino de la franquicia. Es como si gran parte de la imaginación en Hollywood se reservara solo para competir en destruir Nueva York de la forma más aparatosa y espectacular posible.
Vivimos en una adoración completamente acrítica hacia el cine de los ochenta, propiciada por el hecho de que se trata de la producción que consumían de adolescentes quienes ahora producen ficciones, tanto si ponen el dinero, como si crean el universo de ficción. Pero también conforma la memoria sentimental de la mayoría de las personas que escriben sobre cine, que lo programan y lo gestionan. Es necesario decirlo, la fascinación por ese cine solo se entiende desde la nostalgia, porque pocos casos hay en los que se sostenga sobre la excelencia cinematográfica. Reconozcámoslo, muchas de ellas son, como mucho, peliculitas amables y simpáticas que ocupan un lugar en el corazón de algunos porque las vieron con 12 o 13 años, pero que no brillan precisamente por su calidad. Eso sí, el gusto ochentero encaja a la perfección en la sociedad adolescente e infantilizada en la que vivimos, esa que nos exige ser eternamente jóvenes y activos, no pensar mucho y gozar de una permanente alegría conformista en la que la libertad se confunde con el consumo. La televisión y el cine de esa época, esas producciones familiares llenas de aventuras infantiles, fantasía y efectos especiales, han conformado el gusto de toda una generación, que es la que construye gran parte del audiovisual actual y lo consume.
Y en estas llegó Stranger Things. En vez de plantear un remake o alguna de sus variantes, lo que se hace es construir una ficción como las de los 80, con una historia original, es decir, escrita para la serie y ambientada en aquella época plagada de citas y homenajes. Si la descripción les ha recordado a Super 8 (J. J. Abrams, 2011), no es casualidad. Se trata de una operación muy similar y, de hecho, es una película con la que guarda más de un parecido. En la serie no falta nada de lo que podemos encontrar en el cine ochentero de palomitas: la pandilla de niños en bicicleta que vive su aventura extraordinaria, una pequeña comunidad en la que todo el mundo se conoce, el monstruo al que enfrentarse, el consabido instituto americano con sus triunfadores, sus nerds, sus loosers y su bullying, la niña que llega para desestabilizar a la pandilla y provocar el despertar sexual, un mad doctor con sus experimentos científicos crueles y fallidos, los primeros videojuegos, etc.
Pero lo curioso es que los hermanos Duffer, los creadores de la serie, nacieron en 1984. Eso significa que no pertenecen a la generación que se crió viendo Regreso al futuro (1985), Los cazafantasmas (1984), Gremlins (1985) o Los goonies (1985). Y, sin embargo, han concebido un producto audiovisual que no se entiende, de hecho no existiría, sin esos referentes, y que ha sido un inmenso y sorprendente éxito que ha logrado el milagro de convocar al público familiar. Varias generaciones juntas viendo la serie. Los nacidos en los 60 o 70, los millenials y los adolescentes actuales disfrutando por igual del universo metarreferencial de Stranger Things.
Tal vez una de las claves del inmenso éxito radique, precisamente, en que no se trata de un remake, sino de un nueva ficción en la que, efectivamente, resuenan muchas otras, pero que se puede disfrutar sin conocerlas, por no tener la edad o por ser una persona no nostálgica a la que goonies y gremlins le importan un bledo. Sea como sea, el caso es que la serie es muy resultona y entretenida, y aunque se sostiene en un aparato de citas monumental, no ha descuidado el diseño de los personajes ni la construcción narrativa. De ese modo, se ha convertido en un fenómeno social y cultural del que se habla en todas partes. Esto fue así en su primera temporada, pero también ha sido así en la segunda, cuando el efecto sorpresa ya no existe y, básicamente, han jugado a más de lo mismo.
Los niños y niñas protagonista de Stranger Things se han convertido en figuras abrumadoramente populares. Están en todos los programas de entretenimiento de la televisión americana y en todas las portadas de revista, además de su presencia constante en las redes. Hasta se han convertido, sorprendentemente, en iconos de la moda, sobre todo en el caso de Millie Bobby Brown (Eleven). En su caso, ha llevado a una evidente y muy lamentable sexualización de su imagen por parte de los medios, olvidando que es una niña de 13 años.
Pero eso es algo sembrado hasta cierto punto en la serie. Hay un aspecto de este cine palomitero de los ochenta que no hemos destacado. Las aventuras infantiles o adolescentes estaban protagonizadas por niños, con o, personas de género masculino (las de los adultos también, pero vamos a centrarnos en las otras). Las niñas suelen ser escasas y su función es mayormente perturbar al grupo masculino y ser objeto de fascinación, asociada al despertar sexual y al primer enamoramiento. Esto es palmario en Super 8, la película de Abrams, y también en Stranger Things, con la llegada al grupo de Eleven en la primera temporada y la de Max en la segunda. Aviso: leves spoilers desde aquí hasta el final del párrafo que no afectan a la trama principal. La segunda temporada exhibe una rivalidad femenina entre ambas niñas, completamente innecesaria y ni siquiera justificada, con una competición por convertirse en objeto de atención de alguno de los niños protagonistas. No solo eso, sino que acaba la temporada emparejando a varios de los niños y niñas. La pregunta es ¿de verdad era necesario incluir varias tramas románticas entre personajes que tienen 12 años?
Será que estamos en una sociedad que exige a los adultos ser adolescentes, mientra a los niños y niñas de 6 o 7 años se les pregunta con total naturalidad si tienen novio o novia en el colegio. No debería, pues, sorprendernos que una actriz de 13 años se muestre provocativa y sexualizada en la portada de una revista. Pero nuestro desagrado es lógico y demuestra que no estamos haciendo las cosas bien. Aquí sí que se nota el paso del tiempo y que no estamos en aquellos ochenta un poco más pueriles en todos los sentidos de la palabra.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame