MURCIA. Con El ascenso de Skywalker tenía J.J. Abrams la difícil tarea de terminar no solo una trilogía, sino supuestamente una saga. Era el momento de cerrar los itinerarios de esos personajes surgidos de la imaginación de George Lucas hace más de cuarenta años, de rendirles homenaje, pero al mismo tiempo también de darles un nuevo sentido.
J.J. Abrams siempre ha sido un experto en resucitar franquicias. Lo hizo primero con Misión Imposible, y más tarde con Star Trek. Cuando llegó a Star Wars todo parecía indicar que era la persona adecuada para encontrar un término medio entre la tradición y la modernidad.
En El despertar de la fuerza logró componer un episodio que se mirara a modo de imagen especular con el original, La guerra de las galaxias. Fue un movimiento de suma prudencia, aunque en él ya se incluyeran cambios fundamentales, como que la protagonista fuera femenina, una joven de origen desconocido, Rey (Daisy Ridley) que poco a poco iba descubriendo sus habilidades a través de un trayecto de autodescubrimiento que la vinculaba inevitablemente al recorrido en su momento por Luke Skywalker (Mark Hamill). Su propia edad, que perteneciera a una nueva generación, también implicaba inevitablemente que debíamos situarnos en otros códigos más cercanos al lenguaje actual.
Abrams estableció las bases de la nueva trilogía, pero se trataba de un capítulo demasiado mimético al original y las líneas que abría resultaban difusas. Rian Johnson se encargó de proponer un nuevo modelo (a la manera que también hizo Lucas con El imperio contraataca) en Los últimos Jedi. Su discurso abría múltiples caminos que de alguna manera servían para reformular la mitología galáctica a través de una perspectiva en la que no había cabida al revisionismo: abajo lo viejo y larga vida a lo nuevo. Se reivindicaba el carácter independiente de una protagonista que no tenía que rendir cuentas a ningún apellido, una heroína surgida de la plebe convertida en icono liberador que incrustaba la semilla de la esperanza en los oprimidos por el Imperio dictatorial. Johnson consiguió irritar al fandom atreviéndose a atacar su conservadurismo: la leyenda resulta poco práctica cuando se trata de darle la vuelta a los mitos y que forjen su propio destino.
Sin embargo, con El ascenso de Skywalker y el regreso de J.J. Abrams, todas estas nuevas vías expresivas han quedado aplastadas por una rotunda realidad: salirse del redil tiene un precio, y se paga volviendo a él. La última (y quizás) definitiva película de la saga recupera la arqueología galáctica para volver a hincar la rodilla en el suelo y ejecutar una reverencia. Lo hace a través de referencias continuas al pasado, de comebacks inesperados y de la decisión crucial de incluir a Rey dentro de todo el culebrón familiar para ratificar su vínculo sanguíneo con los personajes originales. Así, casi todas las ideas propuestas por Johnson dejan de tener sentido, como si se hubiera tratado de un espejismo, siendo destruidas sistemáticamente a través de giros de guion de espíritu rocambolesco. Abrams se deja engullir por la propia mitología de Star Wars y termina sepultado por ella.
El ascenso de Skywalker funciona por acumulación, y no siempre que pasen más cosas se puede considerar como algo positivo. Se trata de una película demasiado abigarrada, que se mueve solo a través de golpes de efecto. No hay espacio para la poética visual, para que los personajes respiren y adquieran una contundencia más allá de la propia dinámica de frenético movimiento en la que se encuentran sumidos. Por eso, lo único que de verdad funciona dentro de este maremágnum es el vínculo que se mantiene vivo entre Rey y Kylo Ren (Adam Driver). Sus encuentros ya sean físicos o telepáticos no necesitan de la machacona música de John Williams para generar emoción pura sin subrayados. Son ellos y su reinterpretación de la eterna lucha entre el bien y el mal, el ying y el yang, la cara luminosa y la oscura, los jedi y los sith, los Skywalker y los Palpatine, los que sustentan el corazón de una película que se esfuerza como nunca en contentar a todo el mundo.
Y es que, en realidad, nunca se trató de hacer algo diferente, sino de rendir pleitesía a esa galaxia ya demasiado lejana que se esfuerza en continuar presente y monopolizar la acción desde el pretérito. Ahí está para demostrarlo el regreso del Emperador Palpatine, pero no solo él, porque los guiños a la trilogía original resultan agotadores y poco justificables más allá del elemento nostálgico y trasnochado. J.J. Abrams se esfuerza por ser decoroso con la antigua cosmogonía, y sus trampas emocionales terminan siendo tan cobardes como gratuitas.