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La nave de los locos / OPINIÓN

Soy un perro agradecido

Mi amo y yo hemos vuelto a València como dos presos que disfrutan de un permiso. Estamos contentos y agradecidos porque don Ximo nos ha aflojado la soga del cuello, razón suficiente para que yo mueva la cola y mi dueño sonría a las muchachas en flor. La ciudad está tocada pero no necesariamente hundida. Saldrá de esta a pesar de todo

8/03/2021 - 

Más de mes y medio sin pisar València. No me extraña que mi amo esté tan contento cuando montamos en el metro camino de la capital. Para no tener problemas con un revisor se coloca sus gafas de sol de Tom Ford y finge que es ciego y yo, aleccionado en las horas previas, he aprendido a comportarme como un perro lazarillo. Son las dos de la tarde. Vamos al centro de la capital aprovechando que don Ximo nos ha aflojado la soga.

Mi dueño, que suele escribir estos artículos cada lunes, me ha concedido el honor de sustituirle esta semana. Confía en mi moderación y en mi centrismo. Como buen español, soy un perro agradecido y dócil que menea la cola con fruición cuando le dan un hueso de pollo a roer. Llamarme Buck (así me bautizó mi dueño, que es persona docta y leída) me confiere cierto empaque como periodista. Prometo no ser como el ministro de Consumo y escribir sin darle patadas al diccionario.

Cuando llegamos a la parada de Plaza de España, el amo se emociona. Después de salir del metro besa el suelo como lo hacía un papa polaco al aterrizar en el aeropuerto de un país africano. Como soy un can culto, lo comento para que quede constancia ante los lectores de esta crónica. Luego él compra el diario monárquico. El quiosquero se alegra de verlo y le despide con un “¡Hasta la próxima!”.

Una joven pasa por delante de un local cerrado de La Sureña.

Un mendigo agita un vaso con calderilla

En València hay mendigos definitivos como el que veo sentado sobre un taburete rojo, junto a la entrada de un banco catalán. Lo he visto muchas veces. Por su manera de hablar debe de ser rumano. Es un hombre de más de sesenta años, de barba espesa y canosa y ojos negros. Agita un vaso de plástico para que se oiga el tintineo de la calderilla; es el reclamo para que los transeúntes le echen una moneda. Ni por esas.

“En Valencia, como en el resto de España, se respira tristeza. Todo desprende un aire de fin de época. Llamas a la puerta y el futuro no te responde” 

Bajamos por la calle San Vicente en dirección a la plaza de San Agustín. Nos cruzamos con gente que sale del trabajo y que camina, cabizbaja, mirando sus móviles. Por suerte todavía hay personas que tienen empleo. Esta mañana mi dueño y yo hemos comentado los datos del desempleo con extrema preocupación: España supera otra vez los cuatro millones de parados. Esta cifra, como la de los muertos por la peste, tiene más trampas que el programa electoral de los socialistas. Son muchos más.

La plaza de San Agustín, imitando el craso error de la del Ayuntamiento, ha quedado horrorosa. Ni es plaza ni es , con esos horrendos maceteros desarrollistas. Ahora me estoy meando y le pregunto a mi jefe dónde debo hacerlo. Con nerviosismo mira a un lado y a otro, por si hay policías del iaio Ribó y, como no los ve, me dice: “Ves aquella furgoneta de Amazon. Ahí puedes hacerlo”. Y corro a hacerlo y lo hago. ¡Qué a gusto me he quedado!

Caminando por la avenida del Oeste mi amo saluda, con las dos manos, a todos los ciclistas de Glovo que nos encontramos. Los hay a miles por la ciudad. A él le cae bien esta gente que se gana la vida pedaleando y esquivando a conductores homicidas, todo por un sueldo miserable.   

“No se dan cuenta de que no tenemos ingresos”

La escena más hermosa que cabe imaginar es la de la terraza del restaurante Luna del Turia con una mesa disponible para sentarse a comer. ¡Cuánto tiempo hacía que mi amo no comía aquí! Es un local en la calle Músico Peydró que frecuenta desde que vivió en el apartamento de un edificio de dudosa reputación, en la calle Rumbau. Saluda a Jose, el dueño, y le pregunta cómo le van las cosas. Cuatro de los últimos doce meses se ha visto obligado a cerrar por culpa de la pandemia. “No se dan cuenta de que no tenemos ingresos”, se lamenta. Ahora también ofrece comida para llevar.

Un hombre camina por el paseo de Ruzafa la semana pasada, con los cines Lys cerrados.

La sopa de cocido y el hojaldre de pescado están riquísimos, al igual que la tarta de chocolate. Mi dueño comparte el menú conmigo. ¡Compartimos tantas cosas! Hoy, en la España de la peste y del Gobierno de los 100.000 muertos, ser un perro es un privilegio. Vivimos mejor que muchas personas.

En el café mi amo recibe la llamada de su madre. Le da el parte de la mañana. Respira tranquilo. No ha habido novedades, que es la mejor noticia.

Nos despedimos de Jose y prometemos volver pronto, cuando podamos. Mi amo tiene miedo de que le vuelvan a cerrar València y sus bares. Son capaces de todo. Suficiente experiencia acumulamos. Se le ha puesto cara del último de los hermanos Dalton.

El paisaje es entre desolador y muy desolador

Paseamos por la calle de las cesterías camino de la Lonja. Algunas como la de Alemany han cerrado. Lo lamentamos. Un poco más allá, el paisaje es entre desolador y muy desolador. Las plazas de la Merced y del Collado, desiertas, no son ni sombra de lo que fueron, al igual que el primer tramo de la calle San Vicente, donde casi ningún restaurante ha reabierto. Algunos, por el contrario, no volverán a subir la persiana. En Valencia, como en el resto de España, se respira tristeza. Todo desprende un aire de fin de época. Llamas a la puerta y el futuro no te responde. El día gris y con amenaza de lluvia tampoco ayuda a levantar el ánimo.

Otro mendigo pide limosna, en español e inglés, para sus dos hijos, una chica y un chico, en la puerta de la capilla de Adoración Eucarística Perpetua. 

El cronista hizo un alto en su paseo por Valencia para degustar una rica sopa de cocido.

Con el ánimo tocado atravesamos la plaza del Ayuntamiento. A esta hora aún hay gente comiendo en las pocas terrazas abiertas. No sólo los bares y los restaurantes están cerrados; también los cines. Los Lys, en los que hemos disfrutado viendo películas memorables, son uno de ellos. Han colgado unos carteles de agradecimiento a los trabajadores, el público y los distribuidores, y otro crítico con Disney y Paramount, los muy traidores.

Las penas se llevan mejor con alcohol

Las penas con alcohol son menos penas. A mi dueño se le está haciendo la boca agua. Antes de regresar al pueblo quiere celebrar su reencuentro con la capital tomándose un copazo en La Sureña, que le trae recuerdos hermosísimos, a la salud del inmortal Quique San Francisco. Giramos a la derecha, hacia la calle Convento Santa Clara, y ¿qué vemos? ¡Horror y convulsión! La Sureña está cerrada a cal y canto. Yo ladro mi desesperación y mi dueño, roto hasta las cachas, está a punto de echarse a llorar. Pegamos la oreja a la persiana pero nada; no hay señales de vida en el interior. Javier, desesperado, comienza a golpear la persiana. “¿Y mi gin tonic?”, solloza.

Nos alejamos con cara de condenados a garrote vil. Por cosas así mi dueño cogería un adoquín si fuera mozo, pero no está ya para muchos trotes debido a su dolorida espalda.  

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