VALÈNCIA. “Creo que las series a una parte de ese público le han hecho muchísimo daño. Por muy buenas que sean, y salvando Twin Peaks, origen y excepción de toda esta movida, las series son una vuelta atrás en el lenguaje audiovisual. (…) Es más difícil el daño que hace algo de calidad. Hay unas posibilidades a las que estaba llegando el cine, que las series han ocupado el consumo del cine de autor y lo que eso significaba en la cultura, en términos de intercambio. Son narrativas muy conservadoras, y con una dinámica de televisión, de los diálogos cargados de información, mucho mejor hecha. (…) Pero si comparás con las posibilidades a las que estaba llegando el cine, la complejidad narrativa-audiovisual, es un paso para atrás”. El comentario es de uno de los grandes nombres del cine actual, la directora argentina Lucrecia Martel, en unas declaraciones hechas el pasado 29 de diciembre y que también pueden encontrar en el artículo que Eduardo Guillot ha dedicado a Twin Peaks en este mismo medio. Y es contundente, sin duda. “Vuelta atrás en el lenguaje audiovisual”, nada menos.
La cineasta viene a incidir en un debate acerca de si las series son mejores que las películas. Ya lo han oído antes, es ese cliché que dice que ahora el mejor cine se hace en las series. Probablemente es un debate bastante superfluo, porque no hay ninguna necesidad de elegir entre unas y otro y, en general, las personas que aman la cultura no encuentran dificultad, más allá de que el tiempo, ay, es finito, en disfrutar de ambas producciones audiovisuales, así como de deleitarse también con la lectura, el teatro, la música o el cómic en función de sus gustos. Pero ahí está, machacona e insistente, la dichosa cuestión, derivada del enorme impulso que las series han adquirido en lo que va de siglo y el modo en que han ocupado un papel cada vez más relevante en el mundo cultural.
Cuesta identificar el conservadurismo y el retroceso en el lenguaje audiovisual del que habla Martel si nos paramos a pensar en obras tan complejas y tan exigentes narrativa y estéticamente como Mad Men, The Leftovers, The Wire, Los Soprano, The crimson petal and the white, Sherlock, Hannibal, A dos metros bajo tierra, Top of the lake, True detective, Master of none, Black Mirror o El cuento de la criada, por citar solo algunas. Y sobre todo si nos centramos en la inmensa distancia que hay entre ellas y la mayoría de las series del pasado, las que conformaban el consumo de ficción televisiva hace veinte o treinta años. Por más que hubiera producciones como la maravillosa e inolvidable Doctor en Alaska; Canción triste de Hill Street, que renovó la forma de filmar con su estilo casi documental; las audacias de puesta en escena de Luz de Luna; o Twin Peaks, indudablemente siempre en otra liga, no dejaban de ser excepciones en un mundo de series muy parecidas entre sí y muy atadas a fórmulas narrativas y estéticas que funcionaban como un reloj, y que nadie osaría comparar con la producción cinematográfica de la época.
Que las series son, globalmente, mejores que el cine comercial de Hollywood creo que no tiene discusión. Con una producción cinematográfica comercial cada vez más infantilizada, dedicada en cuerpo y alma a superhéroes, secuelas, precuelas, remakes, reboots y adaptaciones de cómics, las series se erigen en un espacio audiovisual para adultos, lleno de personajes e historias complejas y con muchos matices; de argumentos, temas y dilemas que desafían al público. Las series arriesgan, cosa que el cine comercial no hace, convertido más que nunca en una maquinaria industrial obligada al beneficio económico inmediato. La relevancia actual de las series es fruto de una calidad, una complejidad y una diversidad cada vez mayores, tanto en el terreno narrativo y temático como en el estético. La serialidad, la posibilidad de tomarse el tiempo que haga falta para construir no solo una historia, sino todo un universo ficcional, es una de las grandes bazas que los y las creadoras estás utilizando a su favor para abrir caminos en la ficción televisiva. Con todo ello, han alcanzado un grado de libertad creativa insólito en el seno de lo que es, sin duda, una industria. Y no hace falta recurrir al caso de David Lynch, ejemplo máximo de esa libertad y de la condición autoral.
Jane Campion en Top of the Lake ha creado una serie personalísima, con una atmósfera y un ritmo bien particulares; David Simon es un autor con todo el peso de la palabra, y desarrolla en sus series su visión de la sociedad y la naturaleza humana a través de un modo muy reconocible de contar y poner en escena; Hannibal, sobre todo en la tercera temporada, nos ofrece un universo barroco y críptico, en el que entramos en una dimensión onírica surrealista expresada a través de imágenes y sonidos cuya relación no es narrativa, sino sensorial o plástica; lo mismo hace Legión, en principio una serie de superhéroes que, sin embargo, apuesta por una constante y original ruptura del continuo espacio temporal que exige un auténtico esfuerzo del espectador. No menos surrealista se ha mostrado The leftovers, sorprendiéndonos a cada paso con sus hallazgos visuales y su narrativa inconexa hasta culminar en una escena final resuelta bellísimos primeros planos.
Con Mad Men nos acostumbramos a ver episodios completos carentes casi de acción en el sentido convencional del término, porque, como en una película de Antonioni, todo lo importante sucedía en el interior de los personajes, que se limitaban a deambular de acá para allá sin hacer gran cosa más que beber, mirar y fumar, mientras los encuadres y la composición del plano expresaban su situación emocional. David Fincher aprovecha que tiene tiempo y se toma con calma la presentación de los personajes en Mindhunter, mediante un rigurosísimo trabajo de puesta en escena, marca autoral de la casa, bien analizado en este texto de Enric Albero. Y así, se podrían seguir enumerando ejemplos hasta llenar unos cuantos artículos.
En palabras del propio David Lynch: “Cuando hicimos el primer Twin Peaks, hacer televisión era como pasar de una mansión a una choza. Pero ahora que el cine de arte y ensayo ha desaparecido, la televisión por cable es una bendición. Es el nuevo cine de arte y ensayo. Tienes libertad para hacer el trabajo que quieras hacer en televisión”. Sus declaraciones inciden nuevamente en el concepto de cine de autor, como hace Lucrecia Martel, pero coloca el peso de la carga no en la televisión, sino en la industria cinematográfica, incapaz de ofrecer, según él, lo que llamamos cine de arte y ensayo.
Tal vez el quid de la cuestión está en ello, en dónde ponemos el foco. Para intentar aclarar algo, mantengámonos, sin entrar en matices, en dos conceptos convencionales de límites porosos, eso que llamamos cine comercial y cine de autor. Al fin y al cabo, son los términos en que lo plantean tanto Martel como Lynch, y casi todo el mundo. Si hablamos de cine comercial, de producción hollywoodiense, las series ganan por goleada, tanto temática, narrativa como estéticamente. No hay discusión. El lenguaje audiovisual de las series ha avanzado enormemente y sigue haciéndolo, y ahora las ficciones televisivas van mucho más allá que el cine comercial, incorporando sin rubor conquistas del llamado cine de autor. No hay modo de ver ahí retroceso ni tampoco conservadurismo.
Quién nos lo iba a decir, pero va a ser Albert Serra, el controvertido autor de Honor de cavalleria, La mort de Louis XIV o Els tres porquets, el que nos ayude a despejar un poco la cuestión. En declaraciones a Diario Sur del pasado noviembre, sostiene: “Las series están suplantando a las películas porque pueden contar mejor las historias, así que al cine le queda la atmósfera fascinante, el ambiente... es ese último reducto que te enseña imágenes que no has experimentado antes”. Cuesta creer que un público acostumbrado a las propuestas cinematográficas no comerciales, pero también a la creciente complejidad de las series, vaya a renunciar a la posibilidad de experimentar y dejarse fascinar por esas nuevas imágenes que el cine aún puede producir. ¿Usted lo haría?
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