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Ser los Pet Shop Boys y no morir en el intento

27/06/2021 - 

VALÈNCIA. En 1989, Pet Shop Boys están realizando sus primeras actuaciones en directo y el periodista Chris Heath les compaña en la gira para escribir un reportaje para la revista Smash Hits y, a la vez, recabar información para un libro a partir de dicha experiencia. Heath se sienta con Neil Tennant y Chris Lowe y el segundo le dice: “A lo mejor no respondo a algunas preguntas porque… puede que no tenga una respuesta”. La anécdota se recoge en Pet Shop Boys, literalmente, cuya traducción al castellano acaba de poner en circulación Contra Editorial. El libro apareció por primera vez en 1990, pero a pesar de las tres décadas transcurridas desde su publicación, mantiene su vigencia. No importa todo lo que hayan hecho Pet Shop Boys desde entonces -que no ha sido ni poco ni malo-, lo que se explica en este libro es la esencia de un grupo que llegó para no ser como el resto de los grupos. Hacían música pop con sintetizadores y eso les convertía en la antítesis de los grupos de rock, que durante la década de los ochenta, se convirtieron en guardianes de la credibilidad artística en la música popular, en contraposición al oropel de las bandas aplastadas por la estética sonora de la época. Por otra parte, Pet Shop Boys nunca fueron un grupo de pop al uso. Lo que les salía era más bien pop art. Mientras que sus coetáneos, de Bros a Kylie Minogue, planteaban una música basada en canciones redondas, divertidas, comerciales pero sin miedo a llegar a ser algo más. De hecho, tendían a querer llegar a algo más. Respondían a un concepto vital aplicado a una manera de hacer arte. Tal y como lo expresan ellos mismos en algún momento del libro, se trataba de crear música pop que muestra que tiene algo detrás.

Pet Shop Boys te pueden gustar por sus canciones. También por sus álbumes. Incluso por sus vídeos. Pero también existe un colectivo -yo me incluyo en él- que disfruta con el concepto Pet Shop Boys. Un concepto que en el libro de Heath queda al descubierto. La pareja llegó a la industria musical porque querían hacer canciones como las de su ídolo, el productor Bobby O -responsable, por ejemplo, de las canciones de Divine-, pero desde el principio tenían claro que no tenían nada que ver con el resto de grupos de la escena, ya fuesen de rock o de pop. El relato del libro coincide con el apogeo comercial del grupo, que, por supuesto, rechaza la idea de actuar en directo hasta que no tienen más remedio que llevarse la contraria a sí mismos. En un momento dado fantasean -o amenazan, depende del prisma con que se les lea- con cambiar la formación cada año. Dejar de ser los cantantes. Ser sustituidos por cuatro chicos de dieciséis años. Luego, por dos de treinta y cinco. Lo que realmente les apetece hacer, afirma Tennant, es componer musicales. Algo que han terminaron haciendo y que ha ocupado parte de su actividad durante los últimos años. El último de ellos está inspirado en la obra Mi hermosa lavandería.

Si alguien necesita una prueba gráfica de la actitud de Pet Shops Boys, debería echar un vistazo a la portada de su segundo álbum, Pet Shop Boys actually (1987). Un elegante diseño de Mark Farrow -su diseñador de cabecera- acoge una imagen de la pareja a través de la cual rompen cualquier preconcepto posible. Lowe posa con su mejor cara de mala leche y Tennant aparece bostezando, como si la mera posibilidad de hacerse fotos le produjera sueño. “La mayoría de las fotografías del pop son de cara de felicidad y alegría -le explica Tennant al autor del libro-. Siempre hemos querido diferenciarnos de todo eso. Quisimos que se nos viera como somos”. Después zanja el tema diciendo que las fotos de artistas sonrientes son una falsedad. ¿Quién puede tener ganas de sonreír en una situación tan incómoda como es prestarse a una sesión de fotos?

En 1989, Pet Shop Boys ya pensaban que la posibilidad de resultar subversivo en la música pop era algo que había desaparecido completamente. “Todo ha derivado en querer medrar”, afirma Lowe. Los dos insisten en que nunca pensaron hacerse famosos. Mantienen que quizá sí lo pensaron cuando eran adolescentes, pero a los treinta años, la idea ser famosos les resulta algo pesada. Pet Shop Boys son un grupo que llegó para hacer lo que querían hacer e intentar ahorrarse el resto. Componer y grabar canciones pop que encandilen al público, más allá de la orientación sexual que este pueda tener. Envolver dichas canciones y los correspondientes discos en una actitud distinta a la de cualquier otro artista. Se trata de tomarse muy en serio su trabajo sin que eso implique que ellos se tomen en serio a sí mismos del modo en que se supone que deberían hacerlo. Son el dúo que en uno de sus primeros sencillos cantaban “yo tengo la imagen, tú tienes el cerebro, vamos a ganar mucho dinero”. Mentar el dinero es destrozar la credibilidad de cualquier artista, así que ellos lo mentaron nada más llegar, y pulverizaron, como dice Lowe, “la idea de que haces lo que haces por algún significado profundo, o por la paz mundial o lo que sea”.

Para mí, uno de los episodios perfectos de Pet Shop Boys fue cuando versionaron a U2 y fundieron Where the streets have no name con una de las canciones discotequeras más gays del mundo, Can’t keep my eye off of you. Aunque jamás lo reconocerán, ellos sí tienen esa capacidad para subvertir códigos y transgredir conceptos. Esa sutilidad incluso a la hora de aplicar el humor me ha parecido siempre una de sus cualidades más relevantes. Esa manera de ser lo que son y serlo a su manera, comprometidos, pero desde una perspectiva propia.

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