VALÈNCIA. Caramba, Matthew Weiner, que difícil nos lo has puesto. Después de esa obra excelsa que es Mad Men nos vienes con esto de Los Romanoffs y nos descolocas. ¿Qué hacemos con tu nueva serie? Tan ambiciosa, tan irregular, tan llena de buenos detalles y momentos magníficos, pero también tan trufada de clichés y soluciones facilonas y de relleno.
La serie es una demostración de que Weiner es mejor escritor que director; visualmente tiende a ser convencional y plana, con una realización funcional, cuando tal vez requería algo distinto, más arriesgado. Dice Weiner que quería producir una serie donde la audiencia no se viera sometida a seguir una línea, en la que se pueda ver cada capítulo individualmente, en el orden que se quiera. En total, son ocho episodios de entre 70 y 90 minutos de duración, nada menos. Telefilmes, en realidad. Claro que esto no son las peliculitas alemanas de los fines de semana (aunque el capítulo 6, el de México, igual está ahí ahí), ni las truculentas y formulaicas tv movies de la sobremesa, pero tampoco es Sherlock, ni Black Mirror. Al contrario que con las series de Steve Moffat y Charlie Brooker, posiblemente de estas historias de los Romanoff nos olvidaremos con cierta facilidad.
¿Por qué los Romanoff? ¿Cómo construye ese linaje o apellido compartido a los personajes? No es fácil responder a esto, lo primero que una se plantea al ver el concepto de la serie. Las historias, cada capítulo, los personajes, no son partes de un puzzle, de una imagen más grande que haya que completar. No va por ahí la cosa. Weiner, además de tener ancestros rusos, no aristócratas, que huyeron de la revolución, se preguntaba por qué tanta gente, incluso hoy, se ha hecho pasar por un Romanoff. De hecho, la Wikipedia tiene hasta entrada propia para los falsos Romanoff.
La impactante secuencia de créditos nos da algunas pistas. Comienza en la tranquilidad de un salón aristocrático, donde habita la familia del zar, y termina con su asesinato, a ritmo de Refugee de Tom Petty. Tras ello, un reguero de sangre circula entre fotografías de Romanoffs de todas las épocas. La sangre, la violencia y el pasado les une. Una muchacha con capa azul escapa por el bosque y encadena con la chaqueta azul de otra mujer que surge de una boca de metro en Nueva York hoy. Sigamos a su creador: “lo que de verdad me interesaba era el concepto de supervivencia junto al destino que comparten de violencia, riqueza y poder. Producen una fascinación tremenda para cualquiera que esté interesado en la identidad”.
Hay una puesta en escena de ciertas formas de vida que deben reconstruirse, regenerarse o incluso desaparecer. Una mirada y un discurso sobre la clase social. Un retrato de gente más o menos acomodada, que vive sin problemas económicos y goza de privilegios, pero en una más o menos consciente ceguera respecto del mundo real. O en un vacío existencial lleno de objetos de lo que entendemos como alta cultura occidental y signos de clase, como restaurantes, viviendas, vestidos o joyas. Decadencia (otra vez Mad Men).
En un mundo globalizado, híbrido, multicultural y cambiante, resultan anacrónicos estos seres que exhiben su apellido como una marca. Una de los protagonistas, para poder ligar, dice “mataron a toda mi familia”. Otra apela a él para acceder a una adopción y comprar, porque no se puede llamar de otro modo, un bebé en Rusia. Y tenemos ese impagable crucero del segundo capítulo (uno de los mejores) donde se reúnen los Romanoffs del mundo, ante la mirada atónita de Kerry Bishé, lleno de viajantes de comercio, oficinistas y tenderos, y donde el espectáculo consiste en un popurrí de clichés rusos rematado por una parodia de la historia del zar.
Parte la serie muchas veces del tópico, de aquello que esperamos que sea un Romanoff. Esto es evidente en el primer capítulo, donde una anciana (Marthe Keller) vive en un palacio rodeada de objetos que recuerdan la gloria pasada, incluido uno de los famosos huevos Fabergé. La dama comienza siendo una caricatura de lo que esperamos que sea una Romanoff: es cursi, afectada, tiránica, clasista y racista, alguien que vive en otro tiempo y en otro mundo, periclitado. Su inadecuación al presente, su anacronismo, va poco a poco encerrando al personaje y a través de las secuencias de la mujer con su asistente musulmana, que son de lo mejor de la serie, asistimos a su aceptación de otras realidades. El episodio, que no en vano es el primero, comienza en la leyenda y acaba en la realidad.
El contraste entre la leyenda y la realidad vuelve a ser el tema de uno de los capítulos más extraños, el tercero, con Chistina Hendricks, Jack Huston e Isabelle Huppert, que cuenta el rodaje de una miniserie sobre la familia y que tiene un tono como de película de terror o fantástica. Por su parte, el protagonizado por la siempre excelente Kathryn Hahn, el número 7, nos lleva hasta la Rusia contemporánea (en realidad 2008), contrastando pasado y presente. Este capítulo es tal vez donde mejor se ven las virtudes y defectos de la serie, porque aúna lo mejor y lo peor de ella. Por una parte, está ese retrato burdo y tópico de Rusia, que parece más bien una parodia involuntaria, digna de película de acción de serie B de los 80. Algo parecido a lo que sucede en el capítulo ambientado en México, el sexto, en el que lo que es, sin duda, un homenaje bienintencionado a una cultura no occidental y una llamada muy necesaria a la multiculturalidad acaba ahogado en clichés.
Pero por otra parte, tenemos la magnífica secuencia de la discusión en el hotel, ejemplo de emocionalidad e intensidad, que culmina un proceso de construcción dramática impecable en el episodio. Y es que cuando se mantiene en el terreno de los conflictos emocionales de los personajes, la serie triunfa. Ahí está el capítulo 4, protagonizado por Amanda Peet y John Slattery. La acción sucede en un único día y sigue a su protagonista, soberbia interpretación de Peet, una mujer que debe lidiar con algunos aspectos de su pasado al enfrentarse al hecho de que se va a convertir en abuela.
El final, el capítulo 8, es una especie de reivindicación del hecho de narrar, con una estructura, muy apropiadamente, de muñecas rusas, en la que se cuenta una historia dentro de otra, que a su vez está dentro de otra, que a su vez etc, etc. Vuelve e incidir en los límites entre la leyenda y la verdad, y entre la ficción y la realidad. Pero, sobre todo, es un ejercicio de libertad creativa. Ya lo había dejado bien claro en un capítulo previo, que ofrece, en forma de pulla malévola, una de las claves de escritura de la serie. El personaje, un escritor (hay varios en la serie), pregunta a su acompañante mientras visitan una librería: “¿Me compro un manual para escribir guiones?” mientras coge con displicencia ¡Salva al gato! El libro definitivo para la creación de un guion (uno de los más famosos y seguidos manuales de guion). Le contesta: “¿No sabías escribirlos?”. Y él responde, despreciativamente: “Parece que hay que salvar al gato o algo así”. Pues eso. Aquí, en Los Romanoffs, ni gato ni “algo así”. Nada que tenga que ver con el manual de escribir guiones o el de construir series. Así pues, una rareza, a ratos feliz y a ratos fallida.
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