VALÈNCIA. Hace unas semanas, en Sarajevo, Bruce Dickinson se alegraba de que los sarajevitas recordasen su concierto de 1994 en la ciudad en la época de las redes sociales, en la que todo dura cinco minutos. Es una afirmación curiosa, porque cuando no había redes sociales, su concierto pasó más inadvertido que ahora, que ha lanzado el documental Scream for me Sarajevo y ha sido nombrado ciudadano honorario de la ciudad en las conmemoraciones del final de la II Guerra Mundial. En plena guerra, el artista atravesó las líneas para tocar ante sus fans sitiados. Un hecho encomiable ya que no fue la norma. La solidaridad solía llegar desde lugares seguros, no in situ.
Su documental contó la aventura el año pasado bastante bien. Consiguió ser un testimonio sobre el cerco de la ciudad complementario, no el típico que aprovecharía un artista que quiere promocionarse impulsándose con una desgracia cualesquiera. Bruce Dickinson, por lo que fuera, porque le dio un siroco, se jugó la vida junto a sus músicos entrando en la ciudad cuando todavía estaba asediada por los francotiradores y la artillería del ejército serbio de Bosnia. En esas circunstancias, hizo un concierto. Para los que asistieron y lo cuentan, fue inolvidable.
No era 1994 el año más espectacular en la carrera de Bruce. Acababa de sacar Balls to Picasso, un disco en el que dejaba atrás el heavy metal de Iron Maiden, grupo en el que se hizo famoso y con el que grabó una serie de discos irrepetibles, para coquetear con el rock alternativo e incluso meter una pista de rap. Hubo una foto que se sacó en Bosnia en la que reprodujo la portada de su cedé en solitario pintando el título en el cristal de un coche, tal y como hacía en la portada con un grafiti en el metro.
En aquel entonces, estos discos fueron recibidos con escepticismo y frialdad. Como es lógico en las modas, quien quería ser alternativo tenía montones de grupos íntegramente genéricos y no tenía por qué gastarse el dinero en el reciclaje del ex cantante de Iron Maiden. Al mismo tiempo, el disco que sacaron los Maiden con Blaze Bayley en su lugar un año después tampoco fue muy lejos. Era una época triste para los heavys.
Sin embargo, en la otra esquina del sur de Europa, en Sarajevo, el reloj se había parado unos pocos años atrás. En abril del 92 comenzó el sitio de la capital bosnia y en la ciudad no hubo más que muerte y destrucción. Los gritos de ayuda que fueron televisados en prime time no obtuvieron respuesta. La comunidad internacional intervino muy tímidamente, muy poco a poco, y la guerra durante ese tiempo se cobró miles de víctimas. En ese contexto, el gran Bruce Dickinson se plantó allí y su gesto ha sido reconocido por los locales un cuarto de siglo después.
Lo mejor del documental que lo relata es que Bruce no es el protagonista, aunque teóricamente lo fuera. Los primeros cuarenta minutos son para los que estaban dentro del cerco y otros bosnios que vieron truncadas sus vidas por la guerra. Sus caminos convergieron en aquel concierto, en el que hasta los fotógrafos se volvieron locos echando fotos sin tener muchos más carretes para los días posteriores.
Aparecen, lógicamente, chavales de obediencia heavy. Cuentan cómo se hicieron del gremio, lo que supuso para ellos la llegada de Bruce, pero independientemente de todo esto, la frase que hace que este documental sea excepcional no es sobre el ex cantante de Iron Maiden, sino sobre Sepultura. Un fan reconoce que todavía se le ponen los pelos de punta cuando recuerda las letras del Chaos AD, en especial, el Refuse / Resist y explica cómo esos versos se convirtieron en su vida. Los Cavalera y Andreas Kisser pensaban en el eterno conflicto entre israelís y palestinos, pero algo similar fue lo que le cayó encima a los yugoslavos.
Lógicamente, lo más relevante de la película, más que el concierto en sí y la peripecia del grupo para llegar hasta el local donde tocó, son los testimonios de los fans. Dicen que la guerra llegó de repente, sin que nadie se la esperara, que todos creían que acabaría pronto, pero que se alargó durante años.
El sitio de Sarajevo duró más que el de Stalingrado. Pese a todo, en las zonas más seguras de la ciudad se fue generando un circuito de modestos conciertos, -posiblemente los balcánicos sean el pueblo europeo que más necesite la música para sobrevivir-, que les servían como alivio y también para mostrar a sus enemigos que sus vidas seguían adelante.
Declaraciones como "la gente se comportaba como si fuese el ultimo día de su vida porque en cualquier momento una bala les podría matar" dicen más de esos conciertos que toda la literatura sobre el punk anglosajón. "No había dinero de por medio, todo se hacía de corazón", explican.
"Ese hombre llevaba en mi vida desde que tenía diez años y en el peor momento de mi vida, cuando peor estaba mi ciudad, allí apareció", comenta un fan que tiene motivos para que su encuentro con su ídolo esté cargado de significado.
La visión del grupo es ya más obvia. Al principio no les querían dejar pasar las fuerzas internacionales pero se empeñaron. Una botella de whisky les hizo más llevadero unos kilómetros en los que pudieron escuchar las balas silbando y se cruzaron con tropas que regresaban del frente con las caras y los gestos propios del que viene de la puta guerra.
Si en un momento dado se puede decir que se juntan las vidas de los que estaban en la guerra y los músicos que aterrizaron para amenizarles la existencia unos minutos clave, es cuando los fans se quejan de que después del concierto sufrieron la depresión de tener que volver a regresar a su vida gris en el conflicto, mientras los músicos admiten que, después de esa experiencia, tocar en otros lados ya no tenía nada que ver, se sentían un poco vacíos. Las fotos de la hazaña y los testimonios coincidentes lo demuestran. La música popular, tan a menudo sujeta a los dineros y el marketing, se cargó de dignidad esa noche.