VALÈNCIA. A principios de los años noventa, el movimiento Queer Cinema americano se encargó de hablar de muchos de los temas que preocupaban a la comunidad gay del momento, como la exclusión social o el contagio del SIDA. Lo hicieron imprimiendo una potente carga subversiva a través de películas contestatarias, con contenido político e ideológico puesto al servicio de propuestas estéticas y artísticas de una gran radicalidad expresiva.
Películas como Mala noche (1986), de Gus Van Sant o Poison (1991), de Todd Haynes, directores outsiders como Bruce La Bruce o Gregg Araki se convirtieron en el símbolo de toda una generación, se aproximaron al mundo LGTBI con todos sus claroscuros para, de alguna manera, dinamitar el ‘status quo’ de lo socialmente aceptado.
En Mi Idaho privado (1991), Gus Van Sant radiografió la prostitución masculina a través de un personaje, el protagonizado por River Phoenix, atrapado en el mundo de la droga y la marginalidad que además sufría de narcolepsia y se dormía en el momento más inesperado. Ahora, el debutante Camille Vidal-Naquet, casi treinta años después, recoge el espíritu de esta película a partir de otro personaje, el de Léo (fantástico Félix Maritaud, actor prácticamente debutante y que conocimos en 120 pulsaciones por minuto), que con 22 años deambula por las calles sin rumbo fijo, consumiendo crack, durmiendo a la intemperie y vendiendo su cuerpo. A diferencia de River Phoenix, este muchacho que del que en realidad no sabemos su nombre porque no tiene identidad, no puede dormir. Entre los dos también se establecen otras similitudes, como un cierto aliento romántico y poético.
No sabemos mucho de la vida de Léo, ni cómo ha llegado hasta ahí, ni por qué, pero en él intuimos el desarraigo, la soledad y una desesperada falta de afecto. También un aura de tragedia, de fatalidad, como si su destino estuviera determinado de antemano a no salir de ese círculo vicioso y autodestructivo en el que se ha introducido y en el que de una manera un tanto extraña, se siente libre. Quizás por esa razón, para impregnar su recorrido de más infortunio, se enamorará perdidamente de un compañero de trabajo, al que asociará a su figura protectora y que no corresponderá sus sentimientos, sumiéndolo todavía más en la desorientación vital.
El director investigó el mundo de la prostitución masculina gracias a la ayuda de una asociación, la de los chicos del Bosque de Boulogne, un parque de los suburbios parisinos. Los acompañó en sus días y noches interminables durante tres años, recopiló anécdotas y se empapó de sus dinámicas para dotar de un cierto aspecto documental a la película, que describe con minuciosidad el entorno de marginalidad en el que se encuentran.
Al mismo tiempo, nos adentramos en el universo personal de Léo, en su errática andadura y en sus encuentros íntimos con diferentes hombres, algunos de una virulencia vejatoria escalofriante. Camille Vidal-Naquet representa los cuerpos como fuente de placer y de dolor. En ellos se sintetizan muchas de las contradicciones de una sociedad en la que el amor, la empatía y la entrega parecen sentimientos devaluados dentro de un mercado en el que todo se puede conseguir a golpe de click o de transacción comercial y en el que la persona, no importa o termina por desaparecer. Y detrás de todo eso está el vacío, ese inmenso espacio donde los besos están prohibidos y las caricias y los abrazos sobrevalorados, en una espiral de individualismo y deshumanización corrosiva.
Gus Van Sant y el queer cinema no es la única referencia que maneja el debutante. En sus imágenes también se encuentra presente la mirada de Agnès Varda en Sin techo ni ley (1985) y esa sensación de total abandono en un mundo que condena a la invisibilidad a todo aquel que no encuentra su lugar en él o que decide de forma voluntaria alejarse de las convenciones y los corsés sociales.
Léo es tan vulnerable como aquella adolescente que encarnó Sandrinne Bonnaire en la película de Varda (aunque carece de su activismo), pero también contiene rasgos del personaje que interpretó la actriz en A nuestros amores (1983), de Maurice Pialat. Hay una pulsión kamikaze a lo largo de toda la película, de necesidad de escapar y al mismo tiempo de seguir perpetuando el mismo itinerario una y otra vez.
El director no se encarga de juzgar nunca a su personaje. Lo muestra con todas sus contradicciones. Frágil en un entorno hostil, cruel y brutal en el que parece sentirse cómodo. No hay concesiones de cara a la galería. La aproximación al sexo es tan real como valiente a la hora de visualizar relaciones con ancianos, discapacitados o sádicos. Sin estridencias, sin exhibicionismo, de una manera tan cruda y transparente como, en el fondo, muy delicada.