En la ciudad nunca nos creímos del todo la crisis del campo porque si uno hace memoria los agricultores llevan 'toda la vida' quejándose. En muchos casos con razón, como en aquel acuerdo-embudo de adhesión a la CEE –hoy Unión Europea– que retrasó diez años la entrada completa de los productos españoles en el mercado común, y no a la inversa, o por la paulatina apertura de la UE a terceros países con la agricultura como moneda de cambio para abrir mercado a productos industriales. Y sin embargo, los campos seguían hermosos, las fruterías bien surtidas a buen precio y las exportaciones viento en popa. No sería para tanto.
Dice la Unión Europea que el problema de los citricultores valencianos no es la apertura comunitaria a la naranja sudafricana sino nuestra estructura agraria, y asegura el Gobierno español que el problema del campo extremeño no es la subida del SMI ni la del gasóleo... Cierto es que no son los únicos problemas ni los más importantes, pero son gotas que van llenando el vaso, igual que el cierre del mercado ruso, los aranceles de EEUU, el precio de los seguros, las restricciones medioambientales, los costosos requisitos fitosanitarios o el aumento de impuestos.
Ante cada protesta, la respuesta de los gobiernos españoles desde hace décadas ha sido como la primera reacción que tuvo el actual Ejecutivo cuando en Extremadura estallaron por la subida del SMI: no tienen razón, no es para tanto, que vaya la Guardia Civil. Ahora se ha desbordado el vaso y los agricultores han tomado las calles jaleados por el vicepresidente Pablo Iglesias.
El talón de Aquiles del campo valenciano lo señaló el otro día Rodríguez Mulero, conseller de Agricultura en funciones porque a la titular le tira más el Medio Ambiente: "Tenemos que modificar nuestra estructura productiva. Son productos que van al mercado y tenemos que ser competitivos". Nos lo venía advirtiendo la UE, cuya estrategia de ayudas de la PAC ha sido un despropósito porque las ayudas en las últimas décadas –decenas de miles de millones de euros– han ido más a compensar pérdidas de la agricultura continental que a la reestructuración, y las destinadas a la modernización se las han llevado los grandes productores, los que menos las necesitaban, mientras nuestros pequeños agricultores seguían cada uno a la suya, plantando de oído ora marisoles, ora caquis, ora aguacates –'planificación' de casino– y con el apretón de manos como bandera de la comercialización.
El eslabón más débil de la cadena agroalimentaria pide a gritos que el Gobierno regule los precios de compra, algo muy complicado en una economía de mercado como la que nos hemos dado. Hablan de crear unos observatorios de precios que existen desde hace años y que solo han servido para elaborar estadísticas. Como dijo Cristóbal Aguado (AVA), "en Europa lo que sobran son datos y lo que faltan son soluciones". Por si no querías caldo, la prioridad ahora mismo en la UE es determinar cuánto se recorta el presupuesto de la Política Agraria Común.
Un intento interesante en el problema de los precios es el que Mercadona lleva una década ensayando con el proyecto que primero llamó Girasoles y ahora Cadena agroalimentaria sostenible. Son acuerdos a largo plazo con agricultores, ganaderos y pescadores –26.500 en 2018, según la última memoria de la empresa de Juan Roig– para asegurarles un precio mínimo a cambio de planificación en la producción –imprescindible para un gigante como Mercadona– y modernización de los procesos para que mejoren su productividad. Un precio mínimo, "justo", pero también estable, nada de irse a vender a un tercero el año que los precios suben. Quizás ha hecho más este proyecto allí donde ha llegado que todos los planes de los ministros de Agricultura.
La UE, que tantas cosas buenas trajo, también a la agricultura, ha acabado condenando a una estructura agrícola tradicional que ha ayudado a vertebrar económicamente la Comunitat Valenciana repartiendo los réditos entre cientos de miles de familias agricultoras a tiempo completo o parcial, o arrendadoras de sus no más de diez hanegadas. Esto ya ha empezado a desaparecer, como demuestra este reportaje de Guillermo R. Gil: la valenciana es la comunidad con más tierras de cultivo abandonadas y con una mayor edad media de los agricultores.
De hecho, los fondos de inversión y las multinacionales ya han aterrizado en el sector agrícola para configurar gigantes de la producción y comercialización a base de comprar y fusionar empresas: Martinavarro, Frutas Romu, Río Tinto, Fruxeresa, Frutas Naturales… Esto solo en el sector citrícola.
Lo cual merece una reflexión, porque la solución que se apunta a largo plazo es una reconversión hacia una estructura de unos pocos grandes propietarios con muchos asalariados y una producción planificada mucho más eficiente que la actual, como en América. La agricultura no está en crisis, lo que está en crisis es el modelo de economía familiar agraria. Una pena. Luis Planas debería hacerse acompañar por Teresa Ribera, la ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, porque ese reto va mucho más allá de poner wifi y cajeros automáticos en los pueblos.
El 23 de febrero de 2010, con la crisis aún cuesta abajo y coincidiendo con la inauguración de la tercera edición de Forinvest, nacía Valencia Plaza, diario económico y financiero que pronto amplió sus miras a otros ámbitos de la información como la cultura, la política, el deporte y la gastronomía. El proyecto de Ediciones Plaza no ha dejado de crecer y hoy cuenta con cabeceras digitales en València, Alicante, Castellón y Murcia, una revista en papel y una radio. Este domingo cumplimos diez años y lo celebraremos, como siempre, en primavera, que hace mejor tiempo. ¡Felicidades y gracias a todos los que lo habéis hecho posible!