Todo es susceptible de empeorar. Después de prohibirnos pisar los bares, ahora nos impiden ir a nuestro Benidorm. Una afrenta más de estos políticos desalmados e inútiles. Sin turistas, con la hostelería y la mayoría de los hoteles cerrados, la ciudad se desangra ante la desesperación de sus vecinos
Cada semana estamos peor que la anterior. Ahora nos han prohibido visitar Benidorm los fines de semana. Allí vive mi madre, así que no podré ir a verla hasta el día 15, como muy pronto, según lo ordenado por la autoridad competente. Es de temer que esta restricción, como tantas otras, se prorrogue, con lo que no habrá alivio para mi desánimo.
Conocéis, si me habéis leído alguna vez, mi amor a Benidorm. Amor es una palabra que empleo rara vez porque está cargada de expectativas que suelen conducir a la decepción. Si puedo evitar la palabra amor, como las palabras justicia, libertad y solidaridad, lo hago porque me veo como un impostor al utilizarlas. Hay precedentes que me disuaden. Sólo si me contratasen como asesor de un político —incluso de Unidas Pudimos— las espolvorearía escribiendo discursos eficaces y terribles. Sí; tengo un precio como todos, y salgo relativamente barato. Pero como lo de ser nombrado asesor está lejos de suceder, prefiero la palabra francachela a empatía, y la palabra proctólogo a resiliencia. Mi vocabulario es muy de andar por casa, pegado a la tierra, sin ornamentos retóricos.
“La capital de la Costa Blanca es hoy un cementerio habitado por zombis como yo, que dan testimonio del desastre que tienen ante sus ojos”
Decía que amo Benidorm por lo mucho que me ha regalado desde que mis padres, venidos del frío manchego, decidieron pasar sus templados inviernos allí. De eso hace veinticinco años. Una eternidad. Benidorm es como mi segunda o tercera casa. Me la conozco con los ojos cerrados. Me los tapas con una venda en la avenida de Europa, cerca del domicilio paterno, y voy a la calle del Coño sin perderme. Como soy, por encima de todo, un caminante y un espectador, Benidorm es mi ciudad ideal: un parque temático donde el paisanaje es diverso y sugestivo. En un banco de la playa de Levante me siento y miro la vida pasar, como en la canción de Fangoria.
Hasta hace un año Benidorm eran sus nativos y residentes habituales, sus turistas españoles y extranjeros, y dentro de estos últimos, la fauna inglesa que se divertía, cerveza en mano, en la calle Gerona y sus alrededores. Qué tiempos aquellos. Nunca hubiera imaginado que extrañaría tanto el olor a alcohol y los orines de los caballeros británicos cuando esta Navidad paseaba, como un vagabundo sin rumbo ni fe, por la zona de sus clubes y cabarets, hoy sumida en el abandono y la suciedad.
Caminar por este Benidorm desolado es una experiencia traumática; por un Benidorm desierto, mal iluminado, con los barres cerrados y la casi totalidad de la planta hotelera clausurada. Saber que tardaré en volver con mi madre al restaurante Les Dunes es doloroso. Los cines Colci, tan frecuentados por mí, también han bajado la persiana. La capital de la Costa Blanca es hoy un cementerio habitado por zombis como yo, que dan testimonio del desastre que tienen ante sus ojos.
Andar por su casco histórico sin poder tomarte un chato de vino, a la salud de don Pedro Zaragoza Orts, en uno de los bares vascos de la calle Santo Domingo me produce una sensación tristísima; la medida del desastre al que nos han abocado los desalmados que nos gobiernan, los de aquí y los de Madrid, mala gente que quema la tierra que pisa y a la que habría que correr a gorrazos. Benidorm no se merecía lo que han hecho con ella; no se merecía tanta crueldad y desprecio.
Metido en esta ratonera en la que se ha convertido mi vida, esquivando los cuchillos de la depresión, encabronado por no ser obispo o generalote para vacunarme antes que el pueblo, me pregunto si que me quedan fuerzas para soportar esta pesadilla de serie B. Me hago la pregunta en el Balcón del Mediterráneo, el lugar donde todavía me siento seguro, a salvo de los coches patrulla de la policía, que circulan por todas partes. Es lo único que al parecer funciona en esta ciudad, junto a los chacales del Suma, que no cesan en su voracidad recaudatoria en este tiempo de bolsillos vacíos.
Amo Benidorm. I love Benidorm. Si Iñaki Uriarte le concedió un lugar destacado en sus diarios, e Isabel Coixet lo eligió como escenario de su última y fallida película, yo, en agradecimiento por los años de felicidad que me ha procurado, me veo en la obligación moral de dedicarle un humilde artículo. Qué menos podía hacer.
Espero que estas palabras pierdan pronto su sentido y pasen a ser un bello anacronismo para quien las lea. Eso significaría que Benidorm se ha reabierto para volver a ser la gran capital turística del país. Mientras tanto, nos hemos de consolar con las propinas de la memoria, y cada tarde llamaremos a la madre por videollamada, simulacro de trato personal en el segundo año de la peste china. Después decidiremos si vamos a comprar al mercadona o al consum, que es la única libertad tolerada por los amos de esta democracia farsa.