VALÈNCIA. En la semana que nos acercamos al emtrañable Día de la Madre es imposible no recordar aquí uno de los diarios más dolientes que existen, el que escribió el tercer intelectual del que dije que me haría eco tras Susan Sontag y Walter Benjamin. Diario de duelo es el texto que Roland Barthes comenzó a escribir el día después de la muerte de su madre. Henriette Binger, madre del ensayista, murió el 26 de octubre de 1977. Un día después, Roland anota:
Primera noche de bodas. Pero ¿primera noche de luto?
Es bien sabido que Barthes acostumbraba a escribir sus notas en los cuatro fragmentos en los que dividía un folio normal. Era el material usual que acumulaba en su mesa de trabajo para ir anotando cosas que le preocupaban. Solía hacerlo con pluma o lápiz y a lo largo de su vida escribió más de estos 13.000 post-it improvisados. En 330 de ellos escribió este diario que registra la pena de un hombre que dedicó gran parte de su vida a cuidar a una madre que primero le cuidó a él, afectado de tuberculosis desde pequeño. El padre de Roland, Louis Barthes, murió en la Primera Guerra Mundial cuando Roland apenas tenía un año. Así explica Roland este cuidado materno:
Desde que la cuidaba, no existía más que ella. Ella era todo para mí y me olvidé de escribir. Antes, ella se hacía transparente para que yo pudiera hacerlo.
El diario está repleto de un dolor que el autor estiliza con franqueza.
18 de mayo: un cóctel. Sensación triste y deprimente de estereotipo social. Angustia. Pienso: mamá ya no está aquí y la vida estúpida continúa.
Más allá de suponer una catarsis personal, el texto de Barthes forma parte de esa literatura del duelo que, de algún modo, es un lenitivo no sólo para el que lo escribe, sino también para el que lo lee buscando solución.
18 de agosto de 1978: En el lugar de la recámara donde estuvo enferma, donde murió y donde ahora vivo, en el muro contra el cual la cabecera de su cama se apoyaba, he puesto un icono –no por fe- y ahí pongo siempre flores sobre una mesa. Llego a no querer viajar más para poder estar ahí, para que las flores que están ahí nunca se marchiten.
Resulta especialmente conmovedora la sinceridad de Barthes en la mayoría de los registros, una que limita con el pudor y la exhibición más honesta:
4 de noviembre: esta noche, por primera vez, he soñado con ella. Estaba tumbada, pero no enferma, con el camisón rosa que compró en el supermercado.
5 de noviembre: Una tarde triste (…) Compro un pastel. La camarera, al servir a un cliente, dice 'voilà'. Ésa era la palabra que yo decía cuando le traía algo a mi madre mientras la cuidaba. Una noche, casi inconsciente, repitió como un eco: 'Voilà'. Es algo que nos dicho ella y yo durante toda la vida. El episodio de la camarera me ha hecho saltar las lágrimas. De vuelta al apartamento en silencio lloro durante mucho tiempo.
La publicación de este diario se vio envuelta en una cierta polémica ya que François Whal, editor de la editorial francesa Seuil y gran amigo de Barthes afirmó que el diario no se tendría que haber publicado del modo en el que se hizo. En cualquier caso, el diario resulta ser una auténtica apología del duelo (“Todas las sociedades sabias, no obstante, han prescrito y codificado la exteriorización del duelo. Malestar de la nuestra en lo que ella niega el duelo”) y una gigantesca declaración de amor de un hijo a una madre muerta.
El creador del concepto 'el placer del texto' soñaba, según cuentan sus biógrafos, con una mesa donde hubiera coincidido con Stéphane Mallarmé, Karl Marx y Sigmund Freud. Dedicó su vida a dar clases en sus seminarios. Como teórico cambió por completo el estructuralismo pero también como escritor. Y es en este diario donde muestra una mayor inclinación a este último registro, el literario:
1 de agosto: la literatura es eso: no poder leer sin dolor, sin ahogarme de verdad, lo que Proust escribió en sus cartas sobre la enfermedad, el coraje, la muerte de su madre, su pena.
En la biografía colosal que Tiphaine Samoyault escribió de Barthes, la autora afirmaba que el semiólogo era un homosexual que nunca quiso declarar su identidad sexual y que vivió con su madre toda la vida. De ahí que la figura de Henriette resulte tan esencial en la vida de un hombre que acabó tristemente, cuando un 25 de marzo de 1980 salía de un almuerzo desde el barrio parisino de Le Marais hasta la montaña de Sainte-Geneviève y un camión de lavandería le atropelló.
Una de las frases más conmovedoras del diario, quizás la que pueda resumir la esencia del mismo es aquella que habla de la ausencia y de la herida:
No se olvida, pero algo de átono se instala en uno.
Una expresión que hace recordar los hermosos versos de Roque Dalton:
Hace frío sin
pero se vive.