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LOS ESCRITORES Y SUS CIUDADES 

Roland Barthes en la China de los 70

28/08/2019 - 

VALÈNCIA. El escritor y teórico Roland Barthes inició un viaje a China en el año 1974, acompañado por François Wahl y por una delegación del grupo Tel Quel, formada por Phillippe Sollers, Julia Kristeva y Marcelin Pleynet. Era un viaje organizado de tres semanas por todo el país a cargo de la embajada de China. En ese viaje habría visitas obligatorias y serían recibidos por profesores universitarios. Algunos lugares que visitaron fueron fábricas, restaurantes populares e incluso locales en los que se realizaban espectáculos autóctonos famosos como los de sombras chinescas.

Era la agencia China Luxingshe la que proporcionaba los guías, los interlocutores políticos, la organización material del viaje y, además, se encarga de proteger a los visitantes de todo contacto con los chinos fuera del circuito establecido.

Tal y como cuenta Anne Herschberg, editora del Diario de mi viaje a China de Roland Barthes, publicado por Paidós, “los franceses llegaron a China en plena campaña contra Confucio y Lin Biao” o la también llamada “Campaña Pilin Pikong”. De hecho, cuando volvió a Francia publicó un artículo en Le Monde que decía: “Su nombre mismo, en chino Pilin Pikong, tintinea como un alegre cascabel, y la campaña se divide en dos juegos inventados: una caricatura, un poema, un sketch de niños en el trasncurso del cual, de repende, una niñita maquillada corta entre dos ballets el fantasma de Lin Biao: el Texto político (pero únicamente él) engendra estos mismos happenings”.

Barthes escribió su diario en tres cuadernos y en ellos se registra no sólo una “atención fenomenológica” a la China de 1974, sino muy especialmente la percepción personal, íntima y divertida que el autor tenía de ciertos asuntos relacionados con el viaje.

En el primer cuaderno, por ejemplo, hace una maravillosa y poética definición de Pekín (“Beige barnizado de las tejas de la Ciudad. ¿Qué quedará de Pekín? Una brisa, una luz tamizada, una tibieza, un cielo azul ligero, algunos copos”), mientras dialoga con un guía que no le cae demasiado bien. Se trata de Zhao, un guía que era sospechoso para el régimen. Así habla de él Barthes: “Contundente, un poco mecanicista, una pizca de suficiencia nacional, nuestro guía dice que le buscamos las cosquillas presentándole constantemente problemas neuróticos”.

En todo el diario se despliega el deseo homosexual de Barthes hacia ciertos jóvenes de los que hace comentarios suculentos: “Ojitos astutos y risueños en ella aire, un mechón en la frente. Bajito como un niño, una muñeca nerviosa y encantadora”. Después, ante la realidad casi asexuada y carente de deseo que parece ver entre la sociedad china se pregunta: “¿Civilización sin falos? ¿Alta natalidad? Basta un pequeño conducto tumescible”. Posiblemente, la frase más divertida en este aspecto es la siguiente: “[Y con todo esto no habré visto la polla de un solo chino. ¿Y qué se conoce de un pueblo, si no se conoce su sexo?]”.

Otra de sus obsesiones será el té, una bebida casi sagrada en China a la que el escritor le dedicará todo tipo de comentarios, como si se tratara de un degustador del mismo: si el Beijin “el té es muy ligero, insípido, apenas una tisana, es agua caliente”, en Shanghai “el té es mejor: más dorado, de jazmín”. También en esta ciudad visitará un circo con 12.000 localidades para el público, algo que le hace pensar en un circo que visitó en París acompañado “con no recuerdo ya qué gigoló”.

Antonioni pudo realizar un documental sobre China en el año 1972 que despertó varias críticas, suscitadas por Jiang Quing, la mujer de Mao y su círculo. Los ataques contra Antonioni formaban parte de la campaña contra Confucio y Lin Piao. Barthes conversa con un viejo que es crítico con este director y le dice: “Antonioni dos caras: no quiso filmar los cinco pisos, filmó las chabolas-museo (reservado para educación de clase de los niños); ¡Antonioni viajando por el mundo para filmar! ¡Para calumniar al pueblo chino!”.

Una de las visitas más singulares es la que realiza a un hospital chino en el que son espectadores de una operación de cataratas bajo acupuntura, una enseñanza del Presidente Mao que Barthes encuentra como “demostración muy elegante”.

El clima político, como decíamos al principio, es caliente. Y en el movimiento Pilin Pikong, las mujeres eran fundamentales ya que eran “víctimas de la antigua sociedad de Confucio y de Mencio”. Confucio despreció a las mujeres, así que parece que Lin Piao “oprime, desprecia, explota a las mujeres”. Barthes presencia este discurso “rabiosamente feminista” para concluir que ella “se han convertido en la vanguardia de ese movimiento”.

Hacia el final del viaje se percibe en el autor un desgaste, un cansancio, una suerte de esterilidad para la escritura. Además le faltan “el café y los ligues”. Incluso una excusión a la Gran Muralla China le sabe a poco: “La Gran Muralla (en un extremo de la ciudad): ningún interés salvo el interés  tautológico ¡de la fotografía! Multitud compacta apretujándose para vernos”.

Para terminar, algunas de las impresiones que menos fascinaron a Barthes podrían suscribirse en la actualidad:

“Escupen y se suenan con frecuencia tirando mocos al suelo”.

“Dedos amarillentos y uñas largas”

“Malos olores frecuentes y fuerte aliento”.

“Lo primero que hay que decir de China es que hay muchos plátanos”.

“Incidente entre nuestro chófer y un poli en un cruce. Nuestro chófer es violento. Sube el tono y llega otro policía. Decididamente, aquí los conflictos son automovilísticos.

El diario de este viaje supone una mirada tan lúcida sobre un país que, pese a su febril transformación, todavía pervive en el tiempo, cuarenta y cinco años después de su escritura.

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