VALÈNCIA. Como las personas o lugares de los que uno se rodea, las lecturas deberían figurar en el DNI. Elegir un texto es definirse, dibuja la silueta de la vida, el contraste con aquello a lo que renunciamos, con los libros o experiencias descartadas.
Manuel Girona (Sagunto, 1939) ha destilado 80 textos literarios en un libro y lo ha regalado a 80 amigos. Recull d´amics lo ha titulado. El subtítulo reza: 80 pàgines de Literatura dedicades a 80 amics com a record del 80 aniversari.
Es un orgullo estar en la lista. Hace una década investigó la vida de María la Jabalina, miliciana anarquista de El Puerto de Sagunto (Una miliciana en la Columna de Hierro. PUV, 2007) para que alguien estirase su voz en forma de novela. Ahora esta miliciana (Si me llegas a olvidar, Ed. Versátil, 2013) se mueve entre las 80 páginas de su Recull. Culturplaza acude a su biblioteca para que nos lo cuente.
Girona pasa mucho tiempo aquí, entre anaqueles oscuros y cargados de tomos, en un despacho que parece el nudo de la casa. Su corazón mismo. El edificio de dos plantas también está en el corazón de la ciudad. Hace veinte años que dejó la alcaldía de Sagunto y, antes de eso, la Diputación valenciana: en el 79 fue presidente, el primero de la época democrática. Su partido lo descartó para una segunda legislatura dada su implicación en las protestas obreras de la Siderurgia saguntina. Su formación como economista y su compromiso político lo deslizaría a la Sindicatura de Comptes, la primera que operaba en la Comunitat, y su informe de 1986 causaría revuelo porque no sacaba al gobierno impoluto en la foto. Con el tiempo, estas opciones y estas cicatrices lo traen al presente como un político de los que se añoran en estos días. Un hombre camaleónico con la inteligencia y el coraje para meterse en una nueva piel cada cierto tiempo. Se le conoce también como periodista, historiador y editor.
Hoy está en plena forma y su cabeza es envidiable. Aparece con dos cafés temblones que pronto se derraman en una bandeja desnuda. Su mujer le riñe cariñosamente y se ríen del pequeño desastre, enseguida empapan las servilletas que ella trae de la cocina. “No creí que llegaría ─asegura─, ¡ochenta años!”. Y se niega a dedicar el ejemplar de su libro. “Porque no es mío, no es nada”, insiste varias veces. Este hombre templado de movimientos suaves siempre acierta. Recuerda a un actor clásico, quizá a Bogart; la cara cuadrada es inescrutable y los ojos castaños tienen una indolencia fingida, estratégica. En cualquier momento puede salvar a un líder de la resistencia y darle esquinazo a los nazis, hay un gesto romántico que puede desvelarse en cualquiera de sus frases. Pero él no gasta la ironía, como el icónico Rick Blaine. Dice que con este Recull no ha creado nada y es una aseveración literal. Más bien se ha pensado a sí mismo a través de otros. 80 páginas donde un ramillete de voces hablan a través de él, desde las tardes lentas que pasa en esta biblioteca.
La Ilíada la ha leído tres veces, y la Odisea también. “Todo eso es Grecia ─extiende el brazo y abarca media estancia─ y Roma arriba”. Los clásicos comban los estantes, le embelesan, vuelve constantemente a ellos. Se levanta como un resorte y enseña varias ediciones de la Ilíada, una de lujo y otra llena de coloridos marcadores y garabatos. El libro se ha hecho propio, con las páginas del color de su piel. A su nieto le ha preguntado si imagina algún título que dentro de tres mil años aún esté en las librerías y el pequeño, después de una breve meditación, ha preguntado: “¿Harry Potter?”
Alessandro Baricco le tiene seducido con un libro sobre el texto de Homero (Homero. Ilíada, Círculo de Lectores, 2005), pero Sylvain Tesson también le atrapó con un comentario más filosófico, menos narrativo (Un verano con Homero, Taurus, 2019).
Virgilio, Aristóteles, Plutarco (“la mejor existencia no es, por lo general, la más larga, sino la que ha sido mejor empleada”). Séneca, Platón, Aristóteles (“la Política: división de los poderes”). Horacio, Epicuro. “Están los temas de hoy ─aclara─, la guerra, la cólera, el honor, la valentía”. Abre su Recull por el fragmento de la Iliada que ha elegido y lee cómo Príamo intenta aplacar la cólera de Aquiles. Siempre está la apelación a la templanza en este hombre racional y centrado. Aquiles como un héroe que llora, abrazado a otro hombre. La irrupción de las emociones, el final de la violencia.
El fragmento de El Quijote que ha elegido es, igualmente, la renuncia a las pasiones; Alonso Quijano recupera la cordura en su lecho de muerte. Plutarco, en su volumen Sobre la muerte, ora: “el mejor preservativo contra la pena es ejercitar la razón”. Manrique, en las Coplas por la muerte de su padre, nos susurra “cómo se passa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando”. La vejez y la reflexión sobre la vida vivida sobrevuelan todo su Recull, el comentario se hace inevitable y entonces él dispara citas con facilidad: “morir de viejo es la manera más dulce, pero también la más larga” (Séneca), “hasta qué punto es triste morir” (Virgilio).
Confiesa que siempre ha "pensado en cómo hay que morir bien”. Lleva tres años integrando el Comité de Bioética Asistida del hospital (lo primero que hizo fue una moción para que el capellán saliera del grupo) e implicado en temas de eutanasia, con la Asociación Derecho a Morir Dignamente. “Me viene de los clásicos, que pensaban cómo morir bien”. Se explaya y uno se pregunta si no será la única manera en la que alguien como Girona pueda racionalizar la vejez y la pérdida: reflexionando, aportando.
Montaigne, el humanista y creador del ensayo moderno, está bajo su piel y le digo que adiviné su presencia en el Recull antes de abrir la tapa. Sonríe. Enseguida está de pie con una foto en la mano donde la famosa torre del filósofo se levanta detrás de él: Girona posa ante la cámara dentro de sus bermudas y parece un turista más. No lo es.
A estas alturas, la pregunta inevitable es por qué, siendo un humanista, no eligió una carrera de letras. “Quería ayudar a las personas”, asegura. “Y la economía es una cosa humana, muchos profesores míos eran autores: Valentín Andrés Álvarez, decano entonces. Jose Luís Sampedro…”. No los he encontrado en su Recull, le digo, y admite entonces que no todo cabía. “Iba por la librería hasta llegar a ochenta…”. Antes de pasar por delante de sus tomos había elegido ya la parte más sentimental de su lista, el corazón y los grandes vasos: Raimon (Jo vinc d’un silenci antic i molt llarg), los amigos (Vicent Penya, Alfons Cervera, Jaume Bru i Vidal, Paco Zarzoso, Rafael Català, Manuel Bellver, Begonya Mezquita, Vicent Torrent, Ovidi Montllor …) y la Internacional. “Elegí la versión socialista, pero todas son de una ingenuidad tremenda, los obreros unidos, año 17, ni esclavos ni dueños habrá, los odios se extinguirán. La única patria: la humanidad”.
Los versos nos llevan inevitablemente al presente y una mueca amarga se le cuela al hablar del Procés (con el que es crítico) y del escenario global del neoliberalismo. El libro que ocupa ahora sus días (y sus pesadillas) es Comportarse como adultos (Ed. Deusto, 2017), recientemente publicado por Varoufakis, quien fue ministro de finanzas griego durante la crisis. Costa-Gavras acaba de estrenar película homónima. Girona está impresionado de la impunidad con la que operaban los técnicos de la troika en el país heleno. “A los que realmente mandan no los vemos ─la desazón asoma por primera vez en su cara─, ante el temor al comunismo, los poderes cedían servicios sociales. Ahora ya no”. Está convencido de que es el final de la Historia, como lo anunció Fukuyama en su libro (El fin de la historia y el último hombre. Planeta, 1996). “Nunca me había gustado a mí leer biografías políticas ─admite─, pero ahora estoy en ello: El dilema (Rodríguez Zapatero, Ed. Planeta, 2013), Memoria de los años decisivos (Gorvachov, Ed. Globus, 1994)”. Enseña los volúmenes, los pide en la biblioteca o los encuentra en el mercado ambulante de su ciudad. Ya no cabe más papel en esta biblioteca superpoblada. En su cabeza sí que caben más títulos: los que adquiere y los que revisita, como ha confesado, en una acumulación que puede crecer sin límite.
Termina la charla, un pudor absurdo avisa de que no se debe cansar a un octogenario. Las articulaciones se quejan al levantarse, el techo bajo de la biblioteca invita a pensar en un camarote: los hombros se preparan hacia abajo, las pupilas salen dispuestas para la intemperie que traerá la cubierta. Él, sin embargo, no está anquilosado sino más ligero que cuando trajo el café. Un destello infantil asoma en su sonrisa, como si hubiera pasado la tarde intercambiando cromos en un portal o un patio, en ese territorio que es su juventud y que él mira ahora con ojos de arqueólogo.
Estoy convencida de que todo lo que descubre son buenas piezas.