VALÈNCIA. Richard Billingham se dio a conocer en 1996 como fotógrafo gracias a la publicación de Ray’s A Laugh libro de fotografías en el que retrataba la cotidianeidad de su padre alcohólico y su madre obesa y adicta al tabaco en un entorno de absoluta pobreza y dejadez. Su obra fue expuesta en la Royal Academy of Art y fue considerada a partir de ese momento como todo un símbolo de la decadencia de la clase obrera británica, de la precariedad y el abandono, de los perdedores y los desheredados.
Ahora, Billingham vuelve a retomar su obra autobiográfica convirtiéndola en película, intentando mantener el espíritu de degradación y desesperanza que latía en sus instantáneas. En ese sentido, Ray & Liz provoca el mismo impacto sórdido que habitaba en las fotografías. El director vuelve a utilizar la figura de su progenitor para retrotraerse a su infancia a partir de varios episodios, distanciados a lo largo del tiempo, que sirven para definir la atmósfera en la que se crio y el absoluto estado de indefensión, desarraigo y orfandad en el que se encontraba junto a su hermano.
El director nos adentra en el espacio doméstico fijándose de forma detenida en los objetos que lo componen. Cuadros kistch, figuritas de porcelanas y muchos animales que se distribuyen dentro de una diminuta estancia: jilgueros, periquitos, un perro, un conejo, caracoles... Nos encontramos en la zona del Black Country, en los Middlands Occidentales en la época más dura de la presidencia de Margaret Thatcher y resulta inevitable que el peso de la época y de las circunstancias, caiga como una losa sobre las imágenes, perfilándolas con austeridad grisácea y melancólica.
Por una parte, tenemos a Ray en el presente, incapaz de moverse de la cama y consumiendo cantidades ingentes de alcohol a diario. Un despojo que se conforma con vivir en esas condiciones lamentables, con la habitación repleta de insectos y la suciedad acaparándolo todo. ¿Cómo ha llegado a esa situación? No es lo que le interesa de verdad mostrar al director. Al igual que ocurría con sus fotografías, la película se configura a través de estampas de la vida cotidiana, eso sí, una vida cotidiana terrible a la que incomoda profundamente acercarse de una forma tan cruda y directa.
El segundo fragmento nos transporta al pasado y nos presenta a Ray y Liz y la forma en la que vivían sin prestar atención al bebé que juega solo en el suelo, Jason, ni al niño que lo observa todo desde un segundo plano, Richard (él mismo). El director prefiere no utilizar su propio punto de vista para articular la película y que sea la cámara el elemento observador que diseccione cada detalle para ofrecernos una visión menos reduccionista y subjetiva.
Parece que en cualquier momento vaya a traspasarse la frontera de lo truculento. Que algo malo vaya a pasar. Vemos al bebé con un cuchillo, una ventana abierta que aparece en diferentes momentos, la calefacción de gas encendida, o apagada. Parece como si el mal presagio pululara por el ambiente.
Si el capítulo del tío Lol (un impresionante Tony Way) puede que resulte un tanto grotesco y sirva para poner contra las cuerdas al espectador, el segundo episodio se centra en la infancia de Jason, un niño que ha crecido sin nadie que le cuide, sin caricias ni amor, que se pierde en los zoológicos porque ama a los animales y no quiere regresar a casa porque sabe que ni siquiera lo echarán de menos. La tristeza y unas notas de poesía aparecen de la manera más inesperada, dotando de sentido a todo lo que habíamos visto hasta el momento. El director sabe cómo combinar opresión, fealdad y desesperanza con una emoción contenida a través de la figura de ese pequeño en cuya mirada se esconde toda la desprotección del mundo.
En realidad, nos encontramos ante una película mucho más pudorosa de lo que pudiera parecer. La atmósfera es opresiva y degenerada, pero no se muestra nada de manera explícita, sino que se opta por un realismo un tanto distanciado y depurado en el que la disposición de las imágenes, los insertos de planos, adquieren una importancia fundamental a la hora de crear una propuesta tan descarnada como estilizada.
Billingham quiso por rodar en Super16 mm. para intentar acercarse a la textura real de sus personajes y de las naturalezas muertas que compone. El director se reconoce heredero de buena parte del realismo social británico, de las primeras obras de Terence Davis, pero su mirada es absolutamente personal e intransferible. Su película nace de sus propios fantasmas y supone un ejercicio de exorcismo tan revelador como repleto de ironía malsana y desgarro visceral. Sin duda, una de las óperas primas más brutales y al mismo tiempo delicadas (por decir tantas cosas a través de tan pocos elementos), que se han filmado en los últimos tiempos.
Se estrena la película por la que Pedro Martín-Calero ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián, un perturbador thriller de terror escrito junto a Isabel Peña sobre la violencia que atraviesa a las mujeres